Parto constatando que en Chile existe una opinión ampliamente compartida por quienes piensan en serio sobre el desarrollo de nuestro país: es necesario fortalecer nuestra base científica y tecnológica, elevando sustantivamente la inversión nacional en este sector de actividad. Ya casi no quedan voces que afirmen que la ciencia y la tecnología deben hacerla otros y que nosotros debemos limitarnos a importarla.
Ningún país puede aspirar al desarrollo invirtiendo lo que Chile invierte en ciencia y tecnología. Es necesario recordar el antiguo, aunque a veces olvidado, aforismo: no es que los países ricos inviertan más en ciencia y tecnología porque pueden darse el lujo de hacerlo; es al revés, los países más prósperos lo son porque invierten y han invertido mucho en ciencia y tecnología.
Habiendo dicho esto, se plantea la pregunta acerca de la forma en que esto debe hacerse. Y ahí perdemos la unanimidad de las opiniones.
En Chile está ampliamente instalada una noción muy esquemática, casi caricaturesca, de la actividad científica. Se la concibe bajo la imagen clásica del investigador de bata blanca, con poco contacto con el mundo, en la soledad de su laboratorio, llevando a cabo una actividad que lo conducirá a incrementar el acervo de conocimientos de la humanidad. La tendencia natural de nuestros investigadores es, siguiendo esta imagen, hacia los proyectos de carácter más bien básico e individual, para lo cual el sistema científico chileno cuenta con un instrumento completamente consolidado: Fondecyt. No resulta extraño, entonces que cuando se habla de fortalecer la ciencia en Chile, casi automáticamente esto se asocie con expandir los recursos de este fondo y con eliminar trabas para acceder a él.
Fondecyt es el más antiguo, y probablemente el más exitoso, de los fondos públicos que apoyan la investigación científica y tecnológica en Chile. Es también uno de los instrumentos de su tipo con una mayor tradición en América Latina. Para los investigadores presenta una serie de ventajas: se asigna directamente al investigador, y no a la institución a la que este pertenece; su formato es muy estable; tiene convocatorias periódicas, altamente predecibles; y los montos que adjudica, si bien no son muy elevados, son suficientes para llevar a cabo investigaciones temática y temporalmente acotadas.
Adicionalmente, los indicadores de desempeño que los órganos del Estado —por ejemplo, el MINEDUC— aplican a las universidades incluyen necesariamente al Fondecyt, por lo que el interés por mantener este mecanismo no solo involucra a los investigadores, sino también a las instituciones que los albergan.
Sin embargo, el éxito que ha tenido Fondecyt puede ser la causa de la eventual desviación del rumbo de nuestra ciencia.
Mi opinión en este sentido es categórica: el desarrollo de la ciencia en Chile y de su contribución al desarrollo nacional no pasa exclusiva ni principalmente por dotar a nuestros investigadores con mayores recursos para expandir la investigación de carácter disciplinario e individual. Las tendencias globales apuntan claramente en otra dirección, y no se trata por cierto de una moda. Resguardando los necesarios espacios para el desarrollo de ciencia de base sin un propósito de aplicación definido, la mayor parte de los esfuerzos públicos —y, con mayor razón, los privados—
de los países con elevados niveles de desarrollo científico están colocados en iniciativas de carácter asociativo orientadas a abordar grandes desafíos enfrentados por esas sociedades. Y esto involucra también a la investigación llamada básica que mayoritariamente en esos países responde a grandes orientaciones estratégicas, sean estas locales, nacionales o globales. Es lo que se conoce como investigación orientada por misión.
Dicho en otros términos, la orientación de la ciencia no es ni puede ser definida exclusivamente por la comunidad científica.
En Chile, aunque es necesario reconocer algunos avances en esa dirección, estamos aún muy lejos de aquello. La instalación de los centros de excelencia financiados por CONICYT y la Iniciativa Científica Milenio desde finales de los años noventa han marcado una variación en la tendencia de la ciencia individual antes mencionada. Pero esto no es en absoluto suficiente si se considera que la investigación desplegada en dichos centros no responde necesariamente a grandes prioridades-país y que sus resultados solo excepcionalmente generan impactos reales en la economía o en la sociedad chilena.
Los científicos, las instituciones que hacen ciencia y tecnología y los organismos públicos que la promueven en nuestro país deben introducir con urgencia un cambio de enfoque. El principal énfasis del desarrollo científico y tecnológico de Chile debiera estar puesto en la ciencia colaborativa, centrada en desafíos y problemas, más que en disciplinas, y con la mirada puesta en la contribución que esta puede hacer al desarrollo económico, social y cultural de nuestro país.