Esta semana inicia, como es ya costumbre en los últimos tiempos, con un nuevo escándalo de corrupción. Y una vez más, la protagonista es, ni más ni menos, alguien que se asume, no solo luchaba en contra de la corrupción, sino que incluso había hecho de esta labor su actividad profesional principal, y podría decirse, incluso, su forma de vida pública: María Amparo Casar, presidenta de la Asociación Civil “Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad”, que, de acuerdo a los dichos del Presidente, cobró de manera indebida, más de treinta millones de pesos por el seguro de vida y una pensión vitalicia producto de la muerte de su exesposo, Carlos Márquez Padilla.
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El que esto haya salido a la luz, es visto por algunos como un uso del poder público en contra de una ciudadana. Para más, nos mencionan, se trata de una ciudadana que es parte de la llamada “sociedad civil”, lo que, de alguna manera, parece querer decir que se trata de una “verdadera ciudadana”, alguien que merece una especial atención, al contrario del resto de nosotros. Ciudadanos, quizá, pero a lo sumo parte de la sociedad natural, incivil, como que se entiende en el fondo de lo que nos dicen.
El concepto “sociedad civil” tiene raíces muy antiguas. Equivalentes pueden ser encontrados, fácilmente, en todos los pensadores políticos clásicos, desde Aristóteles, en la antigüedad, hasta los ilustrados modernos; su uso, sin embargo, en este caso, hace referencia a aquellas personas que buscan activamente participar en la vida pública de la sociedad de forma organizada, pero no directamente dentro del aparato estatal.
Es una distinción importante: en la antigüedad, no se pensaba en la posibilidad de que alguien pudiera no participar en la vida pública. Pero nosotros, que elegimos representantes, pensamos que votar es suficiente, y que nuestras otras actividades son en realidad personales, familiares o incluso sociales, pero no políticas. A pesar de ello, algunas personas, se nos dice, quieren activamente participar más en la vida pública. Pero no dentro del gobierno, sino a través de formas ciudadanas que sirvan de límite al poder estatal. A estos grupos, se les llama “sociedad civil”, organizada, para más, no como nosotros, que parece, estamos “desorganizados”.
En esta distinción se encuentra el centro de la construcción ideológica de la llamada sociedad civil. Históricamente -incluso de forma conceptual- no toda forma de organización para cuestiones políticas, ha sido entendida así. Comunidades luchando por su territorio, por ejemplo; amas de casa buscando que pavimenten su calle; comerciantes que se organizan para limpiar su colonia o ancianos que intentan cambiar algo en el centro de cuidados al que asisten, no entran fácilmente en la categoría, pues no se trata de personas o grupos que pudieran, si lo desearan al menos, acceder al poder estatal y sus formas, sino de excluidos.
Al presentar a María Amparo Casar como una ciudadana que está recibiendo un ataque del poder gubernamental porque “es parte de la sociedad civil”, se nos presenta un truco retórico. Cuando su exesposo murió, la doctora Casar era una funcionaria de primer nivel del Gobierno Federal, trabajando directamente con políticos electos de Acción Nacional, a quienes ha apoyado de forma activa en cada oportunidad, laboral o personal que ha tenido. Es decir, se trata de una política profesional que se ha autodenominado a sí misma “parte de la sociedad civil” porque en este momento está fuera de la nómina gubernamental directa.
Resulta muy fácil asumirse a uno mismo como alguien más allá de todo posible escrutinio, y resulta todavía más fácil hacerlo, cuando insistimos en cambiar de nombre a lo que hacemos. Pero el resto de nosotros, que no tenemos un interés directo en el asunto, debemos preguntarnos: ¿un acto deja de ser corrupto porque la persona que lo hace se autodenomine a sí misma como “ciudadana”?, ¿lo “malo” solo puede ser realizado por quienes no piensan como yo?, ¿quién tiene derecho a poner y usar esas etiquetas? El problema es que estas preguntas nos llevan a cuestionar la existencia misma de esos grupos y eso implicaría ver la necesidad de luchar y organizarnos en esos espacios. Por ello, para muchos es más fácil fingir que creen en el truco del cambio de nombres, antes que intentar combatir verdaderamente nuestros problemas.
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