Tanto la UDI como el senador Allamand discutieron -haciendo alardes de audacia intelectual y política- si reconocer o no la convivencia de gays y lesbianas.
Pero ese debate de audaz no tiene nada. Lo que de veras importa discutir es el derecho al matrimonio de los homosexuales.
Hay varias razones a favor de ese derecho.
Una de ellas apela a los bienes que las parejas homosexuales cultivan. Si son los mismos que persiguen las parejas heterosexuales, entonces no hay razón para tratarlas distinto.
Ahora bien, tanto los que son gays como los que no lo son, buscan establecer con sus parejas relaciones de lealtad y de confianza, trazar planes para el futuro, compartir los aspectos luminosos y los sombríos de la existencia humana y repartir entre sí el fruto de su esfuerzo común. ¿No es esa una razón suficiente para tratar a esas parejas -la homosexual y la heterosexual- de manera equivalente a la hora del matrimonio? Si ambos tipos de parejas realizan y persiguen los mismos bienes humanos -lealtad, confianza, futuro en común, compromiso de ayuda mutua para cuando la vida se ponga sombría- ¿por qué entonces negarle a una de ellas el matrimonio?
La diferencia -se escuchó por estos días de parte del senador Larraín, un conservador circunspecto- deriva del hecho que en un caso es posible procrear y en el otro no; pero esta es una razón más bien débil. Hay parejas heterosexuales que no pueden procrear -o que deciden no hacerlo- y esa no es una razón para impedirles casarse. Así entonces, si una pareja heterosexual infértil tiene el derecho indudable de casarse ¿por qué no una pareja homosexual? ¿Es quizá el tipo de relación sexual que se ejercita en cada caso lo que resulta digno de reproche? Pero, ¿desde cuándo lo que dos seres adultos hagan o dejen de hacer de manera consentida y en su intimidad debe ser motivo de consideración pública? ¿acaso no es la sexualidad la parte más íntima de los seres humanos, una zona donde nadie, menos el Estado, puede entrometerse? ¿Será quizá que como los homosexuales están impedidos de cumplir el mandato bíblico de «creced y multiplicaos» deben ser tratados distinto? Pero ¿no son los mandatos bíblicos una cosa y los compromisos cívicos otra?
Así entonces parece evidente que si atendemos al tipo de bienes que la vida en pareja persigue, no hay diferencias entre los homosexuales y los heterosexuales. Siendo así no parece haber motivos -salvo que llamemos motivo a los prejuicios irracionales- para tratarlas distinto.
Pero, como se dijo, no es esa la única razón para, a la hora del contrato matrimonial, tratar igual a las parejas homosexuales que a las heterosexuales. La otra razón apela a la autonomía de las personas: al peso que un estado democrático debe conferir a la voluntad de los individuos respecto de los asuntos que les atingen sólo a ellos.
El Estado debe respetar lo que una persona adulta, sin dañar a ninguna otra, libremente decida.
Por eso la manera como alguien se vista, lo que prefiera leer, el tipo de actividad física que realice o deje de realizar, el diario que guste hojear, los ritos que ejecute para soportar el misterio de la existencia, el Dios en el que crea o deje de creer, son todas cosas que una sociedad democrática entrega al libre discernimiento de cada persona adulta. Gracias a eso cada persona puede encarar su vida como un desafío entregado a su imaginación y a su esfuerzo y no como un encargo al servicio de una voluntad que no es la suya.
Si todo eso es así, si dejamos a cada uno escoger el Dios al que prefiere entregar su vida, y aceptamos tratar igual a los que eligen a Krishna, Jehová o Mahoma ¿por qué la regla debiera ser distinta a la hora de escoger el sexo de la pareja? Si respetamos que cada uno confíe sus días y sus secretos al Dios que prefiera ¿por qué no respetar con la misma intensidad algo harto más mundano como es el tipo de vida en pareja que cada uno decide llevar?
No hay duda.
Salvo para quienes piensan que la vida heterosexual realiza misterios que la vida homosexual no alcanzaría, no hay razones para tratar distinto a quienes escogen vivir su sexualidad y su vida con alguien del mismo sexo y quienes, en cambio, deciden ser felices con alguien del otro.
Por Carlos Peña
Domingo 9 de enero de 2011
Origen: blogs.elmercurio.com