Estas iniciales entregas han estado caracterizadas por la prosa en primera persona. Quizá en algunas otras, la narrativa será diferente. Por ahora, como columna cultural, resulta metodológicamente necesario que sea de esta manera.
También puedes leer: El respiro
Hace algunos días conversaba con un amigo chileno, cuyo curioso distintivo es su formación profesional de pregrado en el campo de las ciencias empíricas (distinguiéndolas de las llamadas ciencias sociales, pues estudió biología), teniendo, él, estructuras y lógicas de pensamiento profundamente distanciadas de la automatización de la causa-consecuencial como fundamento teórico de estas ciencias -las empíricas-.
Él me platicaba que en su viaje por México, le llamó profundamente la atención el arraigo al mestizaje que tenemos las y los mexicanos, aludiendo, por momentos, que podría asumirse como una característica propia de la mexicanidad. A mí, desde luego, no me pareció algo extraordinario, pues cohabito estos espacios de diálogo permanente donde el mestizaje está normalizado; pues no puede ser de otra manera, si la historia enseñada desde la educación formal nos indica que somos producto de una mezcla biológica y cultural entre europeos peninsulares y lo que fuimos antes de la evangelización y colonización.
En esta reflexión no quiero problematizar sobre la historia del mestizaje como narrativa objetiva de acontecimientos pasados, sino en cómo se asume en el cotidiano vivir en México.
Para los argentinos, chilenos y uruguayos, la desvinculación al mestizaje tiene explicaciones causales. Una de ellas es el proceso de blanquitud material -pues la blanquitud no sólo halla manifestación en un sentido étnico, sino también cultural- que les acaeció a mediados del siglo pasado, donde la migración, sobre todo italiana, asentada en esta parte sur del continente americano reconfiguró fenotipos.
Para la población mexicana la distancia con respecto al mestizaje es menor, puesto que no ha existido, propiamente, una profunda mutación fenotípica. Físicamente habemos más gente morena que blanca en este país. Esta distinción étnica, referida como diferencia de razas, no es más que un constructo del poder para establecer relaciones desiguales entre unos y otros.
Pero más allá de eso, la conversación con el camarada chileno llevó a pensar que la relación del mexicano con el mestizaje no es una especie de reconocimiento o reivindicación del indigenismo, sino, por un lado, la resignación de un habitar con un fenotipo imposible de modificar, al tiempo que constituye una aspiracionalidad del parecer europeo. Quiero decir, el mestizaje suele ser una idea mencionada en la normalidad nacional, no como vía de aproximación a los orígenes prehispánicos, sino como proximidad al anhelo de lo europeizado.
Grandes planteos quedan en el amargo tintero de la imposibilidad de la totalidad. Quizá, sólo quizá, si el tiempo y las circunstancias nos lo permiten, en alguna posterior entrega, hagamos una secuela de esta tormentosa narrativa.
Por: Jorge Reyes Negrete
Foto: Archivo El Ciudadano
Recuerda suscribirte a nuestro boletín