Dijimos antes que en esta segunda parte hablaríamos de los alcances del debate que tendrá lugar sobre los derechos fundamentales de los pueblos indígenas, desde las propuestas de las políticas de reconocimiento y las propuestas de la intelligentsia de los pueblos sobre el país en el que se quiere vivir.
Decíamos que los estados y los intelectuales en Latinoamérica, luego de 40 años de indigenismo, rompieron con esa lógica de acción del estado con los pueblos indígenas en la década de los 80. Se abandonó esa política pública que perseguía “traer a la modernidad” a los pueblos indígenas, pero en ese trayecto los indígenas debían abandonar sus prácticas antiguas subsistentes. Se pretendía que dejaran de ser lo que eran; ese fue el enfoque central del indigenismo.
En Chile, para entrar en materia, los pueblos indígenas fueron “traídos a la modernidad” por diversos caminos: en el caso mapuche por la invasión militar del Ejército a su territorio (1881-1883), en el caso aymara por la anexión y chilenización de post-guerra (1879); los pueblos australes por el genocidio y el aislamiento (1884) y el pueblo Rapa Nui por el enclaustramiento forzado que los obligó a abandonar la constelación Maori (1888).
El siglo XX comenzó antes para los pueblos indígenas, siguiendo la lógica de Hobsbawm, no fue un siglo corto sino más bien un siglo largo; aunque al igual que en el de Eric, esta fue una edad extremizada. Quizás el siglo no termina aún para los pueblos indígenas y continúa moviéndose entre dos extremos. No termina, por un lado, la insistencia terca en la “modernización” de los pueblos por parte de Estado que implica sumisión y abandono de sus particularidades culturales, pero sobre todo de su condición territorial y política. Por otro lado, la persistencia de los pueblos indígenas para sostener sus prácticas culturas, sus prácticas políticas, sus territorios, su universo simbólico y sus recursos de vida. Los gobiernos ya no promueven el asimilacionismo indigenista sino la integración, que es casi lo mismo salvo que en esta última versión se puede conservar ciertos rasgos culturales.
Antes de entrar en el debate sobre el reconocimiento constitucional que se debate en Chile, aventuremos una hipótesis: asistimos en América Latina a un proceso de transición de la relación de los estados con los pueblos indígenas. Transición que irá desde un estado monoétnico a un estado plurinacional. Desde una sociedad discriminatoria a una sociedad de la diversidad. De un estado de sometimiento y modernización forzada de los pueblos indígenas a uno de respeto. De la negación de los derechos, a los derechos limitados por los dispositivos institucionales del poder para luego avanzar hacia el ejercicio pleno de la libre-determinación y la autonomía. Del mero reconocimiento del otro a la transformación de las bases que fundan la relación de Chile con los pueblos indígenas. Del derecho individual como centro del edificio social a la validación de los derechos colectivos. Un nuevo contrato social con los pueblos indígenas, para decirlo en términos liberales.
Ahora, la propuesta actual de reforma constitucional que busca el reconocimiento de los pueblos indígenas en Chile pretende, al igual que los anteriores intentos, el reconocimiento de la existencia de los pueblos indígenas pero reafirma una “nación unitaria e indivisible”. Este es un dogma fundante de la modernidad: una nación/un estado. No reconocerá derechos esenciales y es probable, que su estándar “democratizador” esté muy por debajo de lo que consigna el Convenio 169 de la OIT e incluso de los contenidos en la Ley Indígena de 1993. De esto nos enteraremos una vez que concluya en el Parlamento su tramitación.
Lo que sabemos es que se han refundido tres propuestas: una de los senadores de derecha, una del Gobierno de Michelle Bachelet y otra de la Cámara de Diputados. Que sus objetivos principales, según la Comisión de Constitución, Legislación, Justicia y Reglamento, son: “otorgar reconocimiento constitucional a la existencia de pueblos indígenas en Chile, como demostración de respeto e interés de la nación chilena por sus tradiciones y su cultura y manteniendo la unidad de la nación; eliminar como factor de discriminación las consideraciones raciales o étnicas, y encomendar a la ley el desarrollo de lo que concierne a la protección de sus tierras y derechos de agua”.
El propio informe considera que uno de los aspectos más controversiales fue el contenido de la expresión “pueblos indígenas”, las modalidades del ejercicio de los derechos y el alcance de la protección de las tierras y las aguas. En el acuerdo, que deberá comenzar a discutirse a fines de octubre, se cuenta uno sobre el Artículo 4° de la Constitución que declara que Chile es una república democrática. Luego, el número 1) del artículo único reemplaza este artículo por otro, compuesto de tres incisos. El primer inciso afirma que la Nación chilena es una, indivisible y multicultural.
Luego sitúa el ejercicio de los derechos fundamentales de los pueblos indígenas no en los “propios pueblos” sino en sus comunidades, organizaciones e integrantes. Esta frase buscaría dejar claro, a juicio de la Comisión, que: “son éstos los sujetos de derechos, pues los pueblos en cuanto tales no detentan tal calidad” y para coronar la torta con esta guida “el inciso tercero especifica que los pueblos indígenas podrán organizar su vida de acuerdo a sus costumbres, siempre que ello no contravenga la Constitución y las leyes”.
Si la hipótesis que proponemos existe y vivimos una transición, una propuesta de reforma constitucional debiéramos juzgarla bajo ese lente. Si está a favor de la profundización y extensión de los derechos de los pueblos indígenas o si está en el camino contrario y reflota el sentido de invisibilidad y negación de las facultades propias de los pueblos para darse la administración y destinos que mejor prefieran.
Por Fernando Quilaleo A.
Periodista