La historia de nuestra América Latina posee una arista novelesca que funde historia y ficción.. Desde ya nuestro nombre, equívoca denominación que inventaron los franceses para verse incluidos en este collage Indo-Afro- Hipano- Americano, al decir de Carlos Fuentes. Esta dimensión de nuestra historia con rasgos de ficción explica, en parte, el hecho singular de que, en nuestras tierras haya prosperado más la literatura que la filosofía.
Entre los episodios cuasi literarios más notables destaca la instauración de una Monarquía en el Cono Sur de América. Este capítulo de nuestra historia ocupa escasas páginas en la historia consagrada del país y, salvo dos o tres libros, ha sido poco tratado en Chile. Destaquemos la novela de Víctor Domingo Silva titulada El Rey de la Araucanía, un ensayo de Armando Braun Menéndez, “El Reino de Araucanía y Patagonia” y una novela reciente de Pedro Staiger, La Corona de Araucanía.
El espacio geográfico donde se desarrolla esta historia se encuentra delimitado por el río Bío – Bío como límite norte y el Calle – Calle como límite sur, el macizo andino al este y el Océano Pacífico al oeste. Su protagonista, Antoine Orllie de Tounens nace en La Chaise, distrito de Périgueux en la Dordoña un día de mayo de 1825. Su vida transcurrió en Périgueux, donde llego a ser procurador ante el tribunal de primera instancia.
A los treinta y tres años, en agosto de 1858, Monsieur de Tounens desembarca en Coquimbo con una idea que hoy no dudaríamos en calificar de “políticamente incorrecta”. Se trataba, ni más ni menos, de “Reunir las república hispanoamericanas bajo el nombre de una confederación monárquica constitucional dividida en diecisiete estados”. Hacia 1860, se interna desde Valdivia hacia “la tierra”, extenso territorio de tupida vegetación, la Araucanía. Acompañado de dos compatriotas, Lachaise y Desfontaines, futuros ministros de Relaciones Exteriores y Justicia, respectivamente. Cuentan las crónicas que fue bien recibido por el cacique Quilapán, hijo del toqui Mañil, un bravo cacique que hizo jurar a su hijo jamás ceder ante el invasor. Lo cierto es que ya el 17 de noviembre de 1860, a sus treinta y cinco años, Antoine de Tounens firma su primer Decreto, ratificado por su ministro de Justicia Monsieur Desfontaines, en que se lee: “Una monarquía constitucional y hereditaria se funda en Araucanía: el Príncipe Orllie-Antoine de Tounens es designado Rey”.
Un hecho político tan relevante no podía quedar en el silencio, fue así que en sendas cartas a El Mercurio de Valparaíso y El Ferrocarril se da a conocer la buena nueva. En el plano diplomático, tuvo el tacto de dirigirse a su Excelencia el Presidente de la República de Chile, don Manuel Montt y a quien ocupaba a la sazón la cartera de la Cancillería, don Antonio Varas: “Nos Orllie-Antoine 1er, por la gracia de Dios, Rey de la Araucanía, nos hacemos un honor de imponeros de nuestro advenimiento al trono que acabamos de fundar en Araucanía. ¡Pedimos a Dios, Excelencia, que os tenga en su santa y digna guarda!”
Si bien Orllie-Antoine 1er pudo reivindicar su Reino sin grandes contratiempos entre los caciques e incluso entre los chilenos en Valparaíso, lo cierto es que también supo de traiciones. El Judas se llamaba Rosales, un inescrupuloso escudero que lo vendió por la recompensa de cincuenta pesos fuertes. La emboscada se preparó a orillas del río Malleco, en un lugar llamado Los Perales. Ya en la cárcel de Los Ángeles, el prisionero monarca mantiene una áspera entrevista con el coronel Cornelio Saavedra, escribe su testamento que inicia de este modo: “Considerando que, en previsión de nuestro fallecimiento, debemos determinar desde ya los derechos a nuestra sucesión; y en tal virtud instituimos como nuestros sucesores a la corona de Araucanía y Patagonia a Juan Tounens, nuestro padre bien amado…”.
En julio de ese mismo año, y tras la intervención diplomática del Encargado de Negocios de Francia el vizconde Cazotte, se consigue que Orllie-Antoine 1er sea declarado loco y se recomiende su reclusión en una casa de orates. Hagamos notar que se trata más bien de un “arreglo diplomático” que no debemos tomar muy en serio, pues si el monarca francés mereciera estar recluido en un nosocomio, es de toda justicia reconocer que debiesen acompañarlo en tan funesto destino la mayoría de los próceres de América, desde los caudillos de la Independencia hasta los más ilustres “revolucionarios” del siglo XX.
Finalmente, se consigue librarlo de tan indigno final y será repatriado a Brest el 28 de octubre de 1862, fecha que marca el ocaso de la dinastía orélida. Consignemos que el reinado de Orllie-Antoine 1er, si bien breve, fue fecundo en documentos: cartas oficiales, decretos y una Carta Constitucional. Esto sin mencionar la Bandera, el Escudo, un Himno Patrio y algunas monedas de colección acuñadas en su Reino.
América Latina ha sido desde siempre terreno propicio para que se confronten los sueños más afiebrados y extravagantes con la rústica realidad histórica. Tal como nos enseña Carpentier en “El Siglo de las Luces”, muchas veces hemos querido poner escarapelas revolucionarias a masas que apenas conocen taparrabos. Lo singular de Orllie-Antoine no radica tanto en su singular sueño de unir a las tribus de Araucanía y Patagonia sino en haber concebido que tal empresa fuese posible en virtud de la palabra. Acaso, el Rey de Araucanía no hace sino mostrarnos nuestros propios delirios ya bicentenarios: Haber pretendido construir la modernidad y la civilización en virtud de la palabra, haber construido una Ciudad Letrada en que el absoluto metafísico se conjuga con el absoluto del signo. Aquella retórica grandilocuente de todas las constituciones de América, esconde su secreta tragedia: la disglosia que delata el divorcio entre la palabra y la historia.
Por Álvaro Cuadra