El Rey que se quedó sin invitación

Lo que Sheinbaum hizo al no invitar a Felipe VI no fue solo un desplante, fue un recordatorio de que la narración debe revelar los hechos reales y respetar así la tan manoseada memoria. El silencio cómplice ya no es suficiente. No, ya no somos colonias y aunque les cueste aceptarlo, ya no pueden ni deben imponer cómo interpretar nuestra propia historia.

El Rey que se quedó sin invitación

Autor: amandaduran

Por Amanda Durán

La decisión de la Presidenta electa mexicana Claudia Sheinbaum de no invitar al rey Felipe VI a su toma de posesión no necesita mayores explicaciones. Mientras los escándalos familiares de la monarquía española ocupaban los titulares de la prensa rosa, México, con una simple omisión en la lista de invitados, lanzó un golpe diplomático que resonó fuerte. En tiempos donde los gestos importan más que nunca, esta fue una declaración con todas sus letras: aquí no se rinde pleitesía.

El motivo no podría ser más claro. Hace cinco años, Andrés Manuel López Obrador envió una carta formal a Felipe VI solicitando una disculpa por los horrores de la colonización española. Cinco años. Y el silencio que siguió desde la Casa Real fue tan elocuente como revelador. Mientras tanto, otras naciones, Canadá y Bélgica entre ellas, ya han dado el paso de pedir disculpas por sus pasados coloniales. España, sin embargo, sigue aferrada a su corona y a una narrativa más digna del siglo XIX que del XXI.

Sheinbaum no solo le negó la invitación al rey; dejó claro que México, como nación soberana, no está dispuesto a seguir el guion de los vencedores de hace cinco siglos. La reacción desde Madrid, predecible: el gobierno español, luego de recibir la invitación formal a su Presidente Pedro Sánchez, quien decide no sólo no asistir, sino no enviar a ningún representante, tilda la actitud de la Presidenta electa como «inaceptable». Inaceptable, dice, como si aún tuvieran la última palabra en estos asuntos. Pero lo que verdaderamente resulta inaceptable, desde este lado del Atlántico, es que todavía se nieguen a reconocer que lo que ocurrió en América fue una masacre y no una civilización llevada a hombros de misioneros y salvación.

El gesto de Sheinbaum no es un simple acto protocolar. Es un mensaje claro, una bofetada bien merecida a una monarquía que parece tener problemas con la autocrítica. Si el Papa Francisco pudo pedir disculpas en nombre de la Iglesia por los crímenes de la colonización, ¿por qué Felipe VI no puede hacer lo mismo en nombre de España? Seguramente porque eso sería admitir que lo que se hizo en nombre de la Corona no fue para «salvar almas», sino para acumular riquezas a costa de la destrucción de pueblos enteros.

Mientras tanto, en España, la corona sigue enredada en escándalos. No ayuda que el nombre de Juan Carlos I, un rey que pasó de ser héroe de la democracia a protagonista de tabloides por sus amoríos y desfalcos, siga empañando lo que queda de la credibilidad real. Fotos románticas con Bárbara Rey, fraudes fiscales, y todo un arsenal de tratos oscuros son parte de la herencia que Felipe VI ha decidido cargar sin demasiado reparo.

Lo que realmente sorprende es que aún hay quienes defienden la imagen del monarca como si se tratara de un símbolo incuestionable. Pero en América Latina, esa imagen de España como madre patria se desmoronó hace siglos. Hoy, la relación con España debe ser entre iguales, y el gesto de Sheinbaum no es más que un recordatorio de que no estamos aquí para seguir las reglas que desde Madrid se intentaron imponer hace siglos. A México no lo gobierna un rey, y eso es algo que parece que Felipe VI aún no ha terminado de comprender.

Hace dos años, el presidente de Chile, Gabriel Boric, cometió la torpeza de retrasar su propia toma de mando para esperar al rey de España. Todo Chile vio cómo la ceremonia se detuvo hasta que Felipe, en su parsimonia real, hizo acto de presencia. Boric, luego, criticó el retraso, pero el rey tenía excusa y por cierto autoridad. Lo que podría haber sido un gesto de independencia política terminó siendo un triste acto de subordinación que quedó grabado en la memoria política del país.

La prensa española no tardó en burlarse de Boric, llamándolo “majadero” y “merluzo”, como si criticar la puntualidad del rey fuera un ataque a la dignidad de la Corona. Y así, en vez de asumir una posición soberana, Chile se vio atrapado en un debate innecesario sobre la correcta etiqueta real. En contraste, Sheinbaum, al simplemente no invitar a Felipe, evitó todo ese teatro. No hay rey, no hay problema.

Pero lo interesante de todo esto es que el relato oficial que aún domina en muchos lugares es el de la «civilización» traída por los conquistadores. Todavía, en pleno siglo XXI, en muchas escuelas latinoamericanas se enseña la conquista como un «descubrimiento», y no como lo que fue: una invasión. Se romantiza la llegada de los barcos españoles como si hubieran venido a traer luz a un continente sumido en la oscuridad. ¡Qué conveniente! Ignorar que lo que trajeron fue la espada, la cruz, la codicia y el exterminio.

Y así, seguimos repitiendo el relato ficticio de un cuento cómodo que convierte a los invasores en héroes. Porque aceptar la verdad, llamarlo genocidio, ponerle nombres y apellidos a los crímenes, sería muy incómodo para los que aún veneran los símbolos coloniales. Y claro, a nadie le gusta ser el villano de la historia, menos si has pasado siglos contando otra versión.

Lo que Sheinbaum hizo al no invitar a Felipe VI no fue solo un desplante, fue un recordatorio de que la narración debe revelar los hechos reales y respetar así la tan manoseada memoria. El silencio cómplice ya no es suficiente. No, ya no somos colonias y aunque les cueste aceptarlo, ya no pueden ni deben imponer cómo interpretar nuestra propia historia.

Mientras en las escuelas seguimos enseñando un relato edulcorado de «descubrimientos», en Gaza la sangre corre siguiendo la misma premisa de una gesta sagrada, y a vista de todos en nombre de un Dios se permite el crimen, la invasión, la muerte, sin que la comunidad internacional actúe con la urgencia que debiera. Si no podemos nombrar el genocidio de ayer, difícilmente podremos condenar el genocidio de hoy. No se trata sólo de respetar el pasado, sino de dar cuenta de un presente que también estamos dejando agonizar.

Por Amanda Durán


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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