Cuando supe que un señor periodista muy bien informado me andaba buscando hoy, 9 de diciembre, para entrevistarme y pedirme textos sobre mi trabajo con talleres literarios en la Cárcel de San Miguel a mediados de los noventa, recordé algo que vengo diciendo desde el 2003 aproximadamente, y eso es que sobre el tema de las cárceles prefiero no dar entrevistas.
Entre los motivos, uno muy particular, y es que a veces los señores y señoras periodistas por hacer algo más interesante, tal vez desde el punto de vista “periodístico”, se mal interpreta alguna frase, se le pone un color que no tiene, se van en la volá y confunden los nombres de los presos, adjudicándole a uno, una obra distinta a la suya, o una cárcel diferente a la propia. Y para mí eso es algo insoportable.
Dos veces tuve que recurrir al viejo argumento de Cartas al Director para aclarar una frase y una confusión de nombres. En uno de los diarios me respondieron agarrándome para la chuleta o chuleteo. En el otro caso nunca publicaron mi carta. En ambos casos sentí un cierto desprecio por mi trabajo y una falta de respeto con los presos que escribían poemas y que se transformaban, a los ojos del editor, en una especie de personaje folclórico pintoresco que se justificaba para una glosa periodística y nada más. Si alguien confunde el nombre de un diputado es una escandalera, si alguien confunde el nombre de un preso con otro, no da ni para simple anécdota.
Tampoco me sentiría cómodo mostrando los textos que los integrantes de mis talleres en diferentes cárceles me daban para un libro. Libro el cual iba a ser editado por la editorial Fondo De Cultura Económica. Para ello, con Claudio Geisse, a quien conocí en la Cárcel de San Michel (no le decían San Miguel sino San Michel), recopilamos más de 500 páginas de poesía escrita por personas privadas de libertad entre el año 1995 y 1997. Álvaro Henríquez, líder y vocalista de Los Tres fue a la Ex Penitenciaría, a la Cárcel Pública de Valparaíso (la antigua, la del Cerro Cárcel), y a San Michel a grabar a los presos cantando y declamando sus poemas. La grabación de San Michel fue hecha en la Torre Tres, donde yo trabajaba, Geisse trabajaba en la cinco, la que se incendió.
Cuando tuvimos el libro y el disco listos, don Julio Sau, gerente de la Editorial nos recibió un día con un aspecto muy sombrío para decirnos que la crisis asiática, etcétera, etcétera, gracias, chao.
El primer día de trabajo en San Michel me dejó enfermo. A veces, al igual que con otras cárceles, tengo pesadillas en donde está la fealdad de San Michel. La demencial arquitectura de una cárcel sin salidas al exterior es una trampa perfecta. ¡Y en medio de un vecindario de gente común y corriente que quedaron al lado de ese universo kafkiano! Entonces, los cuadritos con paisajes pasados de moda del túnel de evacuación como de living-room de gente pobre y el olor a caca, a fruta en descomposición, las jaulas de las que me silbaban y me gritaban, el pichí en el suelo, un tipo golpeando a otro furiosamente en la cabeza, ante un gendarme que mira impávido, son postales imborrables de San Michel.
Recuerdo con particular cariño a un interno muy jóven -tenía 19 años- que iba al taller sólo porque a Redolés lo habían tocado en la Rock&Pop, y era loco e intocable porque era sobrino de un tipo bastante serio, entiéndanme lo que quiero decir, y andaba con un palo rompiendo vidrios. Era o se esforzaba en aparentar muy bien el ser malo-malo y ocioso. Y no escribía poemas.
Y un día me dijo, venga pacato Redo, no tenga miedo y me subió a un piso en que se suponía que alguien que se encontraba de paso trabajando en la cárcel, o sea que “era de la calle o de la lleca”, no podía subir. La cárcel es cárcel, no sólo porque es un edificio o serie de edificios con gente encerrada, es más que eso, es una ciudadela con zonas y tránsitos inclusivos y exclusivos, y este joven quería que yo supiera cómo era la verdad como él me decía, transitando a una zona prohibida.
Así subí nervioso y él diciendo todo el rato, venga a ver cómo vivimos todos amontonados, y arriba era una mezcla de frazadas, colchones, cocinas, muy pocas literas, la mayor parte del suelo ocupado, radios y televisores encendidos, y un olor a encierro, a animal sudado, a fritura. No escribía poemas y rompía vidrios, y me mostró esa parte de la intimidad carcelaria para la que no hay cámaras, no hay mirada, no hay deseo de mirar tampoco.
Otro gran recuerdo que tengo de San Michel es el del Tata Pincheira. Un señor en toda la expresión de la palabra. ¿Su delito? El narcotráfico. Un maestro de todos nosotros. Gente libre e internos. Maestro en qué dirán ustedes. Maestro en la vida. Me apodó el RockandPop, y me decía con su vozarrón “¡Usté, rockandpop, no me hace caso, y que es porfiado oiga!», cuando planificábamos una actividad como la lectura que registró Henríquez o un concurso literario. No podría yo justificar los delitos del Tata. Pero era un ser humano lleno de humor y generosidad. Él fue un entusiasta integrante del taller literario cuando contaba con cerca de setenta años. Luego se integró al taller de teatro del director del grupo El Riel, Juan Vera, quien también, como yo, desde Londres había ido a dar a San Michel. Don Rolando alentaba dentro de lo posible una concepción alta y digna de la vida en condiciones muy duras. Su lectura en San Miguel fue vibrante. Comparó a San Michel con una prisión medieval. Años después lo fui a ver a una sección especial que hay en Colina para los delincuentes más ancianos. Allí abracé por última vez al Tata Pincheira. Estaba viejo, la justicia podría haberlo soltado, pero no fue así. Y él no se quejaba.¡Es que huevié tanto! -me decía y lanzaba una gran carcajada-.
Un día, en el Ministerio de Educación, me mostraron una carta de Gendarmería. Pedían que yo no volviera a hacer talleres a San Michel. Fue un dolor y un alivio.
Hoy, San Michel es el Wikileaks nuestro. Y lo que más me sorprende es que los políticos en general, y la gran prensa se hagan los sorprendidos de una situación que es conocida pero todos miran pa’l lado. Esto es una vez más la inequidad del reparto de la riqueza en Chile, que aumenta los niveles de explotación y cesantía. De alcoholismo y drogadicción. Pero todos hablan en gastar mucho menos, no cambiar un sistema de cosas que tiene a un país sin voz propia, construir más cárceles para disminuir el hacinamiento. Y así llenarlos de alcohólicos, cesantes que venden discos piratas, condenados a morir quemados. Hombres de la prisión de San Michel.
Por Mauricio Redolés
El Ciudadano N°93, segunda diciembre 2010