Después de que el periodista y amigo Zuenir Ventura se aventurara, en un importante periódico de Río (29/05), a exaltar los beneficios de la siesta como algo que es bueno para la salud, y más aún, que es una necesidad biológica que vuelve a las personas más inteligentes, me he animado a hacer el elogio de la siesta. Es un viejo propósito que alimento desde hace años, en los que he hecho incluso investigaciones sobre el asunto. Pretendo justificar que soy un siestero inveterado. Tan inveterado que condiciono algunas conferencias a la posibilidad de echar una pequeña siesta después del almuerzo aunque sea en una butaca o en la silla.
En Friburgo (Alemania) tomaron tan en serio mi deseo que en una sala montaron una cama de campaña para que pudiese echar la bendita siesta. Pero no lo conseguí, porque algunos alemanes tienen el mal gusto de organizar durante el almuerzo un encuentro con algún grupo que quiere conversar hasta sobre cuestiones metafísicas. El resultado es que echan a perder la comida, o uno acaba no comiendo o, lo que es peor, no le queda tiempo para echarse la indispensable siestecita.
Personalmente soy siempre recalcitrante para irme a la cama. No me gusta dormir y retraso lo más que puedo la hora de acostarme. Pero pocas cosas hay mejores, entre las gratas satisfacciones que el Creador dio a los «degradados» hijos e hijas de Adán y Eva, que una buena siesta. No es necesario que sea larga. Bastan unos 20 minutos. A excepción de los sábados y domingos, en que, como buen descendiente de italianos, tomo dos vasos de vino. No tanto por el vino sino por aquello de que propicia una siesta más profunda y más prolongada. Ahí duermo «a pierna suelta», como dicen los españoles, bien traducido por nuestra gente de Minas Gerais: “durmo de pé espalhado”.
Es misterioso el origen de la siesta, pero por su bondad intrínseca debe estar ligada al proceso de la antropogénesis, o sea, debe existir desde que apareció el ser humano. Si hasta los animales hacen siesta, ¿cómo no íbamos a hacerla los humanos, hermanos y hermanas más complejos de los animales?
Algunos creen que en Occidente fue introducida oficialmente por los monjes y los frailes. Hay un sabroso dicho español que dice: «si quieres matar a un fraile, quítale la siesta y dale de comer tarde». En España la siesta es tan sagrada que gran parte del comercio cierra durante esas horas. En los conventos pude ver que algunos frailes llegaban a ponerse el pijama para hacer la siesta, especialmente después de haber tomado unos vasitos de vino seguidos de un excelente coñac.
Se dice que Newton y Churchill tuvieron sus mejores ideas después de la siesta. Víctor Hugo habló de la siesta al referirse al león en un poema que lleva por título La meridienne du lion (la siesta del león). Baudelaire en La belle Dorothée dice inteligentemente por qué hacía siesta: «la siesta es una especie de muerte sabrosa, en la cual quien duerme, semidespierto, degusta el placer de su desaparición». René Louis, en sus Mémoires d’un Siesteur (Memorias de un siestero) dice muy bien: «la siesta me permite observar durmiendo; es el momento en que el tiempo para y se calla». F. Audouard, en sus Pensées dice hermosamente: «En Provenza amanece dos veces: por la mañana y después de la siesta».
Aquí está para mí lo bueno de la siesta: nos brinda una segunda noche y dos nacimientos del sol. La siesta nos permite tener, en el mismo día, un segundo día. Al despertar de la siesta, todo recomienza con renovado vigor como si el día volviera a empezar.
Si me quitan la siesta, el cuerpo se venga, especialmente si estoy oyendo una charla: dormito, pestañeo y no es raro que eche una cabezadita. No puedo imaginar un día entero de actividad mental, prestando atención a tantas cosas y teniendo que ordenar no sé cuantas ideas sin una siesta reparadora.
La siesta es una sabia invención de la vida. Descansa la cabeza, hace olvidar las contrariedades y nos da la rara experiencia virtual de morir dulcemente (el sueño es una bella metáfora de la muerte) y resucitar de nuevo.
Por Leonardo Boff