Por Amanda Durán
Elon Musk no compite por el poder, lo redefine. Mientras los políticos desgastan su tiempo entre discursos y promesas, él camina por los corredores del gobierno sin pedir permiso. Para Musk, las oficinas públicas no son más que una extensión de sus empresas: un lugar donde contratos y contactos se negocian como lanzamientos de cohetes. No necesita pancartas ni votos ni explicaciones. Él no juega el juego de la democracia; simplemente se lo apropia, con la precisión quirúrgica de un empresario que entiende que el poder no se elige, se toma.
Elon Musk no compite por el poder, lo rediseña con la audacia de quien entiende que los límites son para los demás. Mientras los políticos se consumen en discursos agotados y verdades que buscan sólo el primer aplauso, Musk opera desde una órbita completamente distinta: no juega en el sistema, lo manipula. Con SpaceX dominando los contratos gubernamentales para misiones espaciales, Tesla reformulando la política energética global y Starlink configurando un nuevo mapa de comunicaciones en zonas estratégicas, su alcance es tan vasto como sus ambiciones. No necesita pancartas ni votos, solo un tuit bien dirigido para moldear el discurso público. Su incursión en el gobierno de Trump, bajo el disfraz de asesor externo del Departamento de Eficiencia Gubernamental, fue un claro recordatorio de que el poder real no está en los parlamentos, sino en las salas de juntas donde las decisiones que importan se toman en silencio. Musk no pide permiso ni da explicaciones porque no las necesita. Para él, gobernar no es una carrera electoral, es una estrategia empresarial, y, como empresario supremo, entiende que el poder no se delega, le es propio.
Trump lo llamó “secretario de Reducción de Costos”, pero esto no es más que un apodo sacado de un guion de reality show, diseñado para quedar bien con la audiencia. Elon Musk entra en las reuniones estratégicas, interviene en debates sobre el futuro del espacio y la tecnología, y luego se retira sin haber firmado un solo documento, sin comprometerse a nada más que a su propia agenda. Es como el invitado de lujo que se pasea por el salón de la política, pero que nunca juega en el partido. Musk ha logrado el sueño de todo magnate: influir en el destino de naciones sin ser parte del sistema. No necesita urnas ni promesas vacías, solo su propio imperio y la habilidad de estar en el lugar adecuado cuando la historia está por escribirse. ¿Qué tan político es esto? Probablemente más que la política misma.
El verdadero genio de Musk está en su capacidad para moldear las instituciones desde fuera, sin que nadie lo elija y sin que nadie lo limite. Participa en la política como quien participa en un hobby caro: con la ventaja de que, si algo sale mal, no hay votantes que le pidan rendir cuentas. Es, esencialmente, el político ideal para quienes desconfían de los políticos.
La democracia aún intenta encontrar su lugar en este nuevo orden. Pero, ¿qué es más efectivo, una campaña electoral o una llamada estratégica de un empresario con poder global? Musk encontró la respuesta. Las elecciones son para los amateurs; los profesionales negocian desde las sombras y son la sombra.
Lo irónico es que este modelo de poder sin cargos se ha convertido en la envidia de muchos líderes electos. Musk no tiene que gastar millones en publicidad ni participar en debates televisados. Su influencia no necesita validación pública. Es un poder despojado de romanticismos democráticos: puro, directo y crudo.
No es que Musk haya hecho algo revolucionario, más bien todo lo contrario: ha evidenciado que la política no es más que un teatro, y que la verdadera obra ocurre tras bambalinas. Los gobiernos son un decorado; los titiriteros, como Musk, manejan el espectáculo con una precisión que los votos nunca alcanzarán.
¿Elon Musk como el futuro de la política? Más bien, como su espejo más brutal. No porque tenga una idea revolucionaria, sino porque expone lo que las democracias niegan a gritos: el poder no está en los votos, sino en los bolsillos y en las salas donde nadie mira. Musk no propone, Musk dispone, he aquí su profunda inteligencia.
Mientras la mayoría sigue creyendo en el espejismo de las elecciones, Musk no juega: él decide. No hay urnas ni slogans para lo que representa. Con dinero, conexiones y su simple presencia en el lugar indicado, Musk no solo entiende el poder: él es el poder. Democrático o no, este es el nuevo manual de cómo se gobierna el mundo.
Por Amanda Durán
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