Entre los años 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla, España, ciento ochenta y cinco mil kilos de oro y dieciséis millones de kilos de plata. La riqueza arrebatada al Nuevo Mundo estimuló el desarrollo económico de Europa y, puede decirse, lo hizo posible. Eran los albores de la era de producción capitalista, tras el descubrimiento, conquista y colonización de América y que ha desembocado en uno de los mayores genocidios de la historia. Fue esta la edad de hierro que sentó las bases de lo que vivimos hoy.
La independencia del dominio europeo no nos puso a salvo de la demencia criminal: en El Salvador, en enero de 1932, un levantamiento de campesinos sin tierras dejó cuarenta mil muertos, esto es, el cuatro por ciento de la población de ese país, donde el simple hecho de vestir como amerindio era suficiente para ser sospechoso de subversión y ser fusilado. Hoy, la pobreza afecta al cincuenta por ciento de los salvadoreños. Sobre tres millones de sus habitantes están en USA. Sus remesas representan el diecisiete por ciento del PIB y miles de asesinatos son atribuidos a las pandillas (conocidas como maras), constituidas por los “sobrantes” del sistema, esto es, por los hijos de familias destruidas por la guerra civil y por el exilio.
Es este el país en el que Oscar Arnulfo Romero se convirtió en maestro y testigo, “un enviado de Dios para salvar a su pueblo”. Su palabra profética mantiene plena vigencia para todo el mundo de hoy: “Yo denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como absoluto intocable” (…) “porque vivimos en un falso orden, basado en la represión y el miedo” (…) “porque se juega con los pueblos, se juega con las votaciones, se juega con la dignidad de los hombres”. Romero no estaba centrado en sí mismo, sino en la Palabra de Dios para abrir caminos de vida a los pobres: “Abran la ruta, quiten los obstáculos del camino de mi pueblo” (Is. 57, 14). Tal como el profeta, la palabra de Romero fue también recia, exigente, un auténtico mensaje de Dios, porque estaba convencido de que los ritos y las ceremonias agradan a Dios sólo cuando los inspiran el anhelo y el deber de hacer justicia.
Su compromiso de fe le condujo a caminar junto a las organizaciones populares y su proyecto de sociedad democrática. Fue un obispo que acompañó a su pueblo y “no sólo a algunos que acariciaban sus oídos”. (“E. G.”, 31). Es por ello que tomó conciencia de “que no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado” (“E. G.”, 204), el cual ha establecido una “violencia institucionalizada”. (Medellín, 16).
Al igual que tantos miles de otros consagrados, políticos, sindicalistas, campesinos, indígenas, estudiantes, intelectuales de América Latina, Romero fue asesinado por pretender construir el Reino de Dios desde la interioridad de la persona para concretarlo en la historia, al liberar de todo lo que deshumaniza.
Nosotros, integrantes del Servicio Internacional Cristiano de Solidaridad con los Pueblos de América Latina (Sicsal) – Oscar Romero, fundado tras el asesinato de Romero por Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca (México) y por Leonidas Proaño, obispo de Riobamba (Ecuador), fundado en Chile por Hernán Leemrijse y José Frías y hoy extendido a casi todo el país, nos corresponde transmitir el testimonio de Romero en medio de un mundo impregnado de ambigüedades, desinformación y alienación. Es aquí donde nos ha correspondido vivir la fe y abrir paso a la irrupción de Dios promoviendo un buen vivir en una “democracia de baja intensidad”, impuesta por los dictados neoliberales, conformados por contravalores ajenos al ideal cristiano, porque tales principios consideran normales el nacimiento y la muerte en la miseria de millones de personas que no pueden “comprar” una vida verdaderamente humana.
Los cristianos: ¿podemos aceptar que se continúen hipotecando nuestros recursos naturales, incluyendo el agua y las tierras, siendo sólo exportadores de riquezas por medio del desenfrenado y destructivo modelo extractivista y, de manera suicida, aceptar entre otras medidas estructurales, las negociaciones secretas de los TLCs?
No se trata de dirigir al pueblo, sino de acompañarlo auscultando y desentrañando los “signos de los tiempos”. Tampoco se trata de imponer una doctrina, sino de caminar con la inteligencia filosófica, teológica, científica, política y técnica para modelar un mundo capaz de ser la “Tierra Prometida” de pueblos liberados de las corporaciones transnacionales y de sus socios nacionales que promueven la hiperespeculación, la concentración de la riqueza, la lucha permanente por los mercados y la destrucción del medioambiente. Ello exige que formemos “una Iglesia con las puertas abiertas” (E. G., 4), que ofrezca a todos la Buena Nueva, como lo hizo Romero y tantos que dan sus vidas para que otros vivan. Es lo que Romero nos enseña con su coherente palabra orientadora en situaciones históricas que exigen profundo discernimiento para la acción, adelantándose al Papa Francisco, quien ha señalado que prefiere “una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero –dijo- una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos”. (E. G., 49).
Lejos de nuestra intencionalidad está el hacer de Romero un personaje insustancial, fácilmente neutralizado por una visión ideológica del cristianismo, en torno a una falsa paz social que obligue a los oprimidos a que renuncien a sus derechos para mantener lo establecido por los opresores, porque la mantención del actual orden es la perpetuación del crimen. Aquello no correspondería al espíritu de Romero ni a la espiritualidad cristiana, porque ésta consiste en vivir de acuerdo al espíritu del Evangelio. No es huir a zonas “extraterrestres”, sino dejarnos conducir por el Espíritu que llevó a Jesús a superar la tentación de la riqueza, del prestigio, de la comodidad, sino a pasar por el mundo haciendo el bien. Romero imitó la vida de Jesús y por ello no se centró en sí mismo, sino en remediar el sufrimiento de los demás y así contagiar felicidad y sentido de la vida a quienes carecen de ellas. Esto significa defender la vida humana, comenzando por lo elemental que es la comida, la salud, la vivienda, la educación, el trabajo y una vida digna para todos. Ello implica respetar la tierra y los recursos naturales, defendiéndolos de la explotación mercantilista.
La alegría por la canonización de Romero no debe alejarnos de las causas que llevaron a su asesinato. La lucha continúa de cara a la verdad, la justicia y la reparación por todas las violaciones a los derechos humanos de antes y de hoy. Erradicar la impunidad y la violencia es tarea pendiente en todo nuestro continente.
La canonización de Romero no es punto de llegada. Es punto de partida para continuar la lucha. Es puerta abierta para hacer pasar a las víctimas de la muerte a la resurrección. Es nuestro deber evitar que la santidad de Romero degenere en fetiche o en devoción barata, sino que mantenga su carácter profético. La santidad de Romero nos obliga a tener la visión del mundo con la explotación abolida, con la riqueza justamente distribuida, sin terror, sin explotadores ni mercenarios ni sicarios que defienden la propiedad privada de los bienes que pertenecen a todos, en un sistema impuesto por la fuerza y que no es otra cosa sino compra-venta de personas. La santidad de Romero nos impulsa a arrancar los cercos de la injusticia hasta que cada uno sea valorado no por lo que quita, sino por lo que da a los demás.
Por Hervi Lara B.
Comité Oscar Romero-Sicsal-Chile.
Domingo 14 de octubre de 2018.
Celebración de la canonización de Monseñor Oscar Romero.
Parroquia San Pedro y San Pablo.
Santiago de Chile.