Ernesto Zedillo y la nostalgia del poder perdido

En un México que vive momentos definitorios para su democracia y su sistema de justicia, el expresidente Ernesto Zedillo Ponce de León decidió irrumpir en el debate público con un artículo publicado en la revista Nexos, titulado “México: de la democracia a la dictadura”

Ernesto Zedillo y la nostalgia del poder perdido

Autor: Onel Ortiz

En un México que vive momentos definitorios para su democracia y su sistema de justicia, el expresidente Ernesto Zedillo Ponce de León decidió irrumpir en el debate público con un artículo publicado en la revista Nexos, titulado “México: de la democracia a la dictadura”. Un texto que, más allá de su contenido, es revelador en tanto evidencia no sólo la visión de Zedillo sobre la justicia y la democracia, sino también su incapacidad para reconocer las responsabilidades históricas que carga.

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A un mes y medio de que por primera vez la ciudadanía mexicana elija en las urnas a jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial, Zedillo intenta influir en el ánimo nacional reviviendo su vieja narrativa: aquella que asocia cualquier modificación al modelo que él consolidó con la inminencia de una dictadura. Paradójico que quien gobernó en uno de los periodos más duros de concentración de poder económico y marginación social ahora pretenda erigirse en adalid de la democracia.

Muchos analistas han descalificado de inmediato el artículo de Zedillo, no por su contenido, sino simplemente por el peso de quien lo firma. En efecto, el legado del expresidente no es precisamente una carta de recomendación. Su sexenio fue sinónimo de crisis, desigualdad, autoritarismo, y una subordinación total del Estado mexicano a los intereses de los mercados financieros internacionales.

Zedillo encabezó el gobierno del error de diciembre de 1994, de la brutal devaluación del peso y de la crisis económica que empobreció a millones de mexicanos. Fue el responsable del Fobaproa, que privatizó las deudas de unos cuantos para socializarla entre todos los mexicanos por generaciones. Bajo su gobierno, la represión a movimientos sociales, como el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, dejó claro que la “democracia” que proclamaba no incluía a los sectores más desfavorecidos ni a las voces disidentes.

Y sin embargo, más allá de la tentación fácil de desacreditar el texto por la biografía de su autor, es necesario analizar sus argumentos. En una democracia madura, toda voz que se exprese en el debate público, incluso las más contradictorias, debe ser escuchada, analizada y, en su caso, refutada con razones, no con descalificaciones personales. En ese sentido, bienvenido sea el artículo de Ernesto Zedillo, no porque aporte mucho, sino porque exhibe la pobreza argumentativa de una clase política nostálgica del poder perdido.

El primer elemento que destaca del texto de Zedillo es su falta absoluta de autocrítica. En más de 5,000 palabras, no existe una sola línea donde reconozca errores, excesos o deficiencias de su gobierno o de su reforma judicial. Para Zedillo, su reforma a la Suprema Corte de Justicia en 1995 fue una obra perfecta, desprovista de intereses políticos o económicos, destinada exclusivamente —según él— a fortalecer la democracia.

La realidad es otra. La reforma judicial de Zedillo no surgió de un genuino afán democratizador, sino como un mecanismo de control en un momento de extrema debilidad política. Tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio y el colapso de la confianza ciudadana, Zedillo necesitaba reconstruir la legitimidad de su gobierno. Su reforma judicial fue, ante todo, un acuerdo entre élites: un Poder Judicial fuerte para proteger el nuevo modelo económico neoliberal que se estaba implantando y que requería de jueces y ministros dispuestos a blindarlo contra cualquier intento de reversión popular.

En los hechos, la Suprema Corte de Justicia reformada bajo Zedillo no amplió los derechos de los ciudadanos. Al contrario, durante años se convirtió en un muro de contención frente a las demandas sociales, un refugio de privilegios y un reproductor del statu quo económico. La justicia en México no se volvió más accesible, más pronta ni más expedita. Se volvió más elitista, más lejana y más técnica, ajena a las necesidades del pueblo.

Zedillo se presenta en su artículo como el gran impulsor de la transición democrática mexicana. Es cierto que bajo su gobierno se instauró el Instituto Federal Electoral como un organismo autónomo y que el Congreso de la Unión perdió la mayoría absoluta del PRI en 1997. Pero atribuir esos cambios a la voluntad política de Zedillo es, cuando menos, una manipulación histórica.

La pluralidad política en México no fue una generosa concesión del presidente en turno. Fue producto de décadas de movilización social, de luchas sindicales, campesinas y estudiantiles, del desgaste de un régimen autoritario incapaz de dar respuestas a las demandas populares. El avance democrático en México en los noventa se dio a pesar del PRI, no gracias a él.

Zedillo no democratizó por convicción, sino por necesidad. No fue un reformista visionario, sino un administrador de crisis. La alternancia de 2000, que llevó a Vicente Fox a la presidencia, no fue una obra de Zedillo: fue el resultado de un país que exigía a gritos un cambio.

Cuando Zedillo critica la actual reforma judicial impulsada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, no innova en sus argumentos. Repite, punto por punto, las mismas advertencias catastróficas que la oposición ha venido esgrimiendo desde que se anunció la iniciativa: que la elección popular de jueces destruirá la independencia judicial, que politizará la justicia, que abrirá la puerta a una dictadura.

No hay en su análisis una sola propuesta alternativa, una sola reflexión sobre cómo democratizar verdaderamente el acceso a la justicia. Su único argumento es la defensa del sistema actual, como si el estado de cosas que él instauró fuera el mejor de los mundos posibles.

La paradoja es evidente: un modelo de justicia que ha producido corrupción, nepotismo, ineficiencia y elitismo es defendido en nombre de la democracia. ¿Qué independencia judicial puede defenderse cuando la Suprema Corte ha sido, históricamente, un instrumento de intereses económicos y políticos contrarios al bienestar popular?

La elección de jueces, magistrados y ministros no es una medida exenta de riesgos. Como todo cambio profundo, implicará retos de implementación y de cultura cívica. Pero es un paso necesario para romper con una oligarquía judicial que durante décadas ha actuado como un poder autónomo no frente al Ejecutivo o al Legislativo, sino frente al pueblo mismo.

Zedillo afirma que decidió volver al debate público cuando se promulgó la reforma judicial el pasado 16 de septiembre. Curiosa reaparición, después de décadas de silencio ante las múltiples reformas, cambios y crisis que ha vivido México. Su repentina preocupación por la democracia sólo se activa cuando el viejo orden neoliberal se ve amenazado de manera estructural.

No opinó cuando se impusieron reformas laborales regresivas. No levantó la voz cuando se entregó el petróleo mexicano al capital extranjero. No escribió ningún artículo sobre la corrupción estructural que permeó gobiernos posteriores al suyo. Su silencio fue cómplice mientras su modelo económico seguía vigente. Ahora, cuando el pueblo mexicano intenta construir un nuevo modelo de justicia, su “preocupación” se vuelve urgente.

Más que un ejercicio genuino de reflexión democrática, su intervención parece movida por la nostalgia: nostalgia del poder, del control, de un modelo social y económico que favorecía a unos pocos en detrimento de las grandes mayorías.

Hoy México vive un momento de transformación profunda. Con todas sus imperfecciones, el país avanza hacia un modelo de democracia más participativa, más incluyente, más consciente de sus derechos y de sus deudas históricas.

La reforma judicial —y la elección popular de jueces, magistrados y ministros— es parte de esa transformación. No es, como afirma Zedillo, un paso hacia la dictadura. Es un intento, legítimo y necesario, de democratizar un poder que históricamente ha servido más a los privilegiados que al pueblo.

Por supuesto que la vigilancia ciudadana debe ser intensa. Por supuesto que la construcción de una nueva justicia debe hacerse con responsabilidad, con reglas claras, con procesos de formación y certificación de jueces. Pero cerrar la puerta al cambio en nombre de un “temor” fabricado es, en el fondo, defender el privilegio y el inmovilismo.

El artículo de Ernesto Zedillo en Nexos no pasará a la historia como un aporte valioso al debate nacional. Pasará, en cambio, como el testimonio de una generación política que se resiste a aceptar su derrota histórica. Una generación que confunde democracia con privilegios, independencia judicial con complicidad, estabilidad económica con desigualdad perpetua.

México necesita un nuevo pacto social, una nueva justicia, un nuevo modelo de participación ciudadana. Ese proceso no será sencillo ni inmediato. Pero es irreversible. Y en ese camino, los fantasmas del pasado, por más ruidosos que se vuelvan, no lograrán detener la voluntad de un pueblo que ha decidido ser protagonista de su propio destino.

Bienvenido sea el debate. Pero que quede claro: México no camina hacia una dictadura. México camina, no sin riesgos, hacia una transformación que tenemos que estar vigilantes y atentos. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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