Feminismo y Revolución: A 100 años de la Revolución de Octubre

Quienes entusiastamente invitamos al Encuentro Feminista: Feminismo y revolución nos preguntamos ¿cuál ha sido la implicación del feminismo en aquella gesta revolucionaria? Más aún nos preguntamos ¿si el feminismo, su política, se vincula a la figura de aquella revolución que centraba su agitación y transformación en nombre del proletariado? ¿En qué sentido el feminismo se […]

Feminismo y Revolución: A 100 años de la Revolución de Octubre

Autor: Javier Paredes

Quienes entusiastamente invitamos al Encuentro Feminista: Feminismo y revolución nos preguntamos ¿cuál ha sido la implicación del feminismo en aquella gesta revolucionaria? Más aún nos preguntamos ¿si el feminismo, su política, se vincula a la figura de aquella revolución que centraba su agitación y transformación en nombre del proletariado? ¿En qué sentido el feminismo se trama con esta revolución, o con aquella otra de los derechos, antecedente polémico de la de 1917? O, por el contrario, ¿debiésemos sugerir, más bien, que el feminismo ha descrito su práctica, y teoría, con y contra el escenario político de la lucha de clases?

Con esa primera provocación cita del texto de invitación a este encuentro feminista queremos traer de vuelta a Alexandra Kollontai que en 1913, en su texto “El día de la Mujer”, esgrimió: “¿Qué nivel de conciencia posee una mujer que se sienta en el fogón, que no tiene derechos en la sociedad, en el Estado o en la familia?… ¡Ella no tiene ideas propias! Todo se hace según ordena su padre o marido. El retraso y falta de derechos sufridos por las mujeres, su dependencia e indiferencia no son beneficios para la clase trabajadora, y de hecho son un daño directo hacia la lucha obrera. ¿Pero cómo entrará la mujer en esa lucha, como se la despertará?”

Precisamente, en el Día Internacional de la Mujer en 1917, las obreras textiles en el distrito de Vyborg en Petrogrado iniciaron huelga, abandonando las fábricas movilizándose, llamando a los trabajadores a plegarse a la huelga. Eran obreras, mal pagadas, con jornadas de doce o trece horas, mujeres que se revelaban a la miseria, que luchaban por algo tan significativo como el pan. Desataron gran parte de la revuelta que barrió con el zarismo antes de desaparecer detrás de los grandes batallones de obreros varones y de partidos políticos dominados por hombres. En palabras de Megan Trudell, en “Las Mujeres de 1917”: “No fueron meramente su “chispa”, sino el motor que la impulsó a la revolución de octubre a pesar de las dudas iniciales de muchos trabajadores y revolucionarios varones”.

En el curso de 1917 la mayoría de los relatos de las mujeres, como sujeta colectiva, desaparecen del desarrollo oficial de la revolución, salvo revolucionarias excepcionales como Alexandra Kollontai, Nadezhda Krupskaia, Sofia Goncharskaia, entre otras. Sin embargo, hubo medios como la Rabonitsa (La obrera), periódico bolchevique, que hablaba de igualdad y responsabilidad social en los “asuntos femeninos” para que fueran asumidos por todos los trabajadores. A la vez, también advertía que las arraigadas actitudes sexistas arriesgaban la unidad de la clase:

“Seis meses después de la Revolución de Octubre el matrimonio fue sustituido por registro civil y el divorcio se hizo disponible a pedido de cualquiera de las dos partes. Estas medidas fueron desarrolladas un año más tarde en el Código Familiar, el cual hizo a la mujer igual ante la ley. El control religioso fue abolido, barriendo con siglos de opresión institucionalizada en un solo golpe; el divorcio podría ser obtenido por cualquiera de los dos esposos sin necesidad de dar una razón; las mujeres tenían el derecho a dinero propio y ninguna parte de una pareja tenía derechos sobre la propiedad de la otra. En 1920, Rusia devino el primer país en legalizar el aborto disponible a por simple pedido.” (Megan Trudell, Las mujeres de 1917).

Sin embargo, la Revolución Rusa no abolió la dominación masculina ni liberó a las mujeres. En este contexto, las historiadoras McDermid y Hillyer, otorgan una visión interesante: “Es cierto, la división del trabajo entre mujeres y hombres aún persistía, pero en vez de concluir que las mujeres habían fallado en desafiar la dominación masculina, debemos considerar cómo maniobraron dentro de su esfera tradicional y lo que ello significó para el proceso revolucionario”. En esta afirmación, el papel de Kollontai para el tensionamiento constante entre las relaciones sexuales y la lucha de clases es vital y clarificador:

“Los caminos seguidos por las mujeres trabajadoras y las sufragistas burguesas se han separado hace tiempo. Hay una gran diferencia entre sus objetivos. Hay también una gran contradicción entre los intereses de una mujer obrera y las damas propietarias, entre la sirvienta y su señora (….) El meticuloso trabajo llevado para elevar la autoconciencia de la mujer trabajadora están sirviendo a la causa, no de la división, sino de la unión de la clase trabajadora”.

Sin escindirse de la teoría económica, Alexandra ya cuestionaba entre las mismas feministas el rol protagonizado por las sufragistas sin desmerecer la importancia clave de dicha lucha que se constituían en lo público como el “universal mujer”, de clase privilegiada, heterosexual y blanca. Similares afirmaciones en la actualidad, que disputan el carácter político del feminismo, aporta Bell Hooks, en El feminismo es para todo el mundo (2017) al señalar que la lucha insurgente, que es la que se rebela al orden social de clase, raza y género, debe partir negando que exista algo como “el mundo de todas las mujeres”, idea que ha permitido que se acepte ser feminista sin desafiar a la dominación o a sí misma y con ello, entrando a colaborar directamente con la opresión de clase y raza, donde las mujeres privilegiadas requieren para su desarrollo individual de la explotación de otras mujeres.

En Chile los disensos y disputas políticas en el feminismo tampoco son ajenos, pero hoy deben ser más vitales y visibles que nunca. De esta manera añadimos una segunda provocación al debate. En tiempos de neoliberalismo avanzado, a 100 años de la gran gesta revolucionaria y ante la incontestable presencia del feminismo en todo ámbito de cuestiones. ¿Podríamos llamar a la presencia feminista contemporánea “revolucionaria”? Esta presencia feminista ¿en qué sentido transforma el signo de la política y sus prácticas? ¿Cuáles son los cuerpos que representa y convoca? ¿Este feminismo contemporáneo en qué sentido interrumpe el orden del capitalismo heteronormado? Alejandra Castillo señala con una necesaria claridad en Disensos Feministas (2016), que el feminismo ha estado y está más que nunca en disputa, interpelando desde una visión crítica la relación entre mujeres y política, neoliberalismo y feminismo hegemónico e incita al desafío de construir un otro feminismo que no se traduzca en códigos que terminan reafirmando a la mujer en tanto madre y en políticas de “ingreso” diferenciado. Un feminismo que supere el tener que “optar por mimetizarse en la hegemonía dominante (masculina), o bien, ingresar en tanto portadoras de la ‘diferencia materna’”.

El desafío que nos pone Castillo, invita a reflexionar y a actuar desde la crítica a los discursos hegemónicos feministas que han puesto como única verdad que “las mujeres son “diferentes” a los hombres. Esta diferencia las hace habitar el mundo de un modo diverso a los hombres. Traducir esta diferencia en política ha supuesto la implementación de “políticas de la diferencia o del cuidado” políticas exclusivas para mujeres, políticas afirmativas de una identidad en sí y para sí, que han reafirmado el orden del capitalismo heteronormado.

Ahora bien, esto no es casual, sino que es la expresión del pacto dominante post dictadura en Chile el consenso transicional, que no es solo de clase, sino también de género y raza, produciendo una democracia elitaria y heteronormada, cuyo objeto, como lo explica Nelly Richard en “La problemática del feminismo en los años de la transición en Chile” (2001) es que “los antagonismos de posturas entre el feminismo y el discurso oficial sobre mujer y familia no desequilibraran el término medio (centrista) de lo políticamente consensuado”. Así, como dice Castillo “se han hermanado, paradójicamente, lecturas conservadoras y progresistas toda vez que han intentado pensar las relaciones entre mujer y política, familia y sociedad”. Un esencialismo, un identitarismo transversal del ser mujer en tanto orden natural. Lo que ha permeado sectores del feminismo chileno, que desde una estética de radicalidad reafirman una única identidad de mujer sin cuestionamiento de clase y raza. Sectores antagonistas de los hombres que se desvinculan en los hechos de la política considerada como “masculina y patriarcal”, abandonando la disputa política a la hegemonía masculina y heteronomativa.

Rosa Luxemburgo en 1918, al escribir Revolución Rusa, problematiza la importancia de la democracia social frente a la democracia formal para un proceso revolucionario, disputando dentro de varios aciertos más, una frase de Trotsky “como marxistas nunca fuimos adoradores fetichistas de la democracia formal”. A lo cual Luxemburgo contesta:
“siempre hemos diferenciado el contenido social de la forma política de la democracia burguesa; siempre hemos denunciado el duro contenido de desigualdad social y falta de libertad que se esconde bajo la dulce cobertura de la igualdad y la libertad formales. Y no lo hicimos para repudiar a éstas sino para impulsar a la clase obrera a no contentarse con la cobertura sino a conquistar el poder político, para crear una democracia socialista en reemplazo de la democracia burguesa, no para eliminar la democracia”.

En Chile, desde la salida pactada de la dictadura a la democracia formal, de origen consensual elitario, ha reproducido un pacto expropiatorio de la insurgencia feminista, que ha negado desde sus estrechos márgenes sociales dominantes abrir un nuevo ciclo de luchas emancipatorias. Entonces, ¿cuál es ese otro feminismo? Un feminismo de ruptura con el viejo orden (capitalista heteronormativo), un feminismo de ruptura con la política de la identidad de las mujeres que nos ha definido desde el orden natural de la reproducción (maternidad, cuidados, etc.) prescindiendo de la clase, como políticas transversales a las actorías conservadoras como progresistas. Ese orden común, en tanto natural, es el que debemos cuestionar y disputar. Certera, crítica y provocadora, Castillo nos propone un feminismo que derrumbe los muros de la exclusión de la política neoliberal, sustentada en una democracia del consenso elitario. Un feminismo que sin renunciar a la democracia, construya democracia sustantiva que desacate y desestabilice “lo femenino” y con ello licencie al viejo mundo.

Encuentro Feminista, Feminismo y Revolución, 18, 19 y 20 de octubre, Sala de Conferencias Departamento de Filosofía, Universidad UMCE, José Pedro Alessandri 774, Ñuñoa. Lxs esperamxs desde la historicidad para el devenir.


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