Hacia la primera mitad del siglo XX era usual que en zonas aisladas surgiese, en el imaginario colectivo, la figura de un camino como meta. El sólo hecho de sentir que el espacio de vida se unía -por fin- al resto del país, era considerado un logro colectivo de inmenso valor. La construcción de esta ruta se iniciaba comunitariamente, con iniciativas en las que cada uno y una tomaba una pala, un rozón u otra herramienta para desbrozar y rectificar la tierra.
La meta: alcanzar una “estructura de oportunidades” (E.O.) lejana, mitificada por los relatos de quienes habían vivido o recorrido las ciudades y volvían a la comunidad aislada. Esta estructura era relatada bajo frases como “existe abundante trabajo”, “las casas tienen agua”, “las calles están iluminadas de noche”, “hay atención de salud en cada pueblo”, etc. Lo singular del caso es que una vez abierta la brecha del aislamiento ocurría un fenómeno inesperado: la E.O. requería, para ser aprovechada, condiciones que no existían en el lugar. Más aún: era en ese momento en el que se hacían visibles problemas tan graves como tener que justificar el habitar, debiendo sus habitantes asombrados demostrar el dominio de la tierra ocupada. En estos casos no bastaba con argumentar que dichas
familias llevaban décadas, o siglos, “haciendo patria”. Es así como estos imaginarios iniciales daban paso a frustraciones y un sentimiento compartido de vulnerabilidad. En muchos casos incluso la expulsión.
Las islas menores del mar interior de Chiloé siguen estando aisladas dada su condición insular, lo que se traduce en la necesidad de aplicar cotidianamente conocimientos y prácticas culturales ligadas al conocimiento de los vientos, las mareas, y un tiempo distinto al que provoca la conectividad terrestre. Aún se reproducen modos de habitar y de ser que recuerdan esos tiempos del sur de Chile desconectado. Sin embargo, el acercamiento efectivo de políticas sociales a estas zonas aisladas, sobre todo a través del fichaje social, ha implicado que, velozmente, como lo hace un camino, se modifiquen las formas a través de las cuales sus habitantes expresan y visibilizan sus recursos (conocimientos, prácticas, autovaloraciones, etc.) y expresan y visibilizaban sus carencias. En poco tiempo la influencia de este fichaje ha provocado la sobre explicitación de carencias en desmedro de los recursos propios; la disminución de personas que se reconocen como autovalentes a personas que exigen ser dependientes de apoyo social, o de conversaciones que remarcan el “yo no tengo” en lugar de “yo tengo”. No es de extrañar entonces que las relaciones establecidas entre ellos, los habitantes de islas menores, se debiliten.
Los mecanismos de focalización para la entrega de «beneficios sociales», que conocemos hoy en día, y que datan de tiempos de la dictadura en su matriz esencial, tienen como fin seleccionar a un porcentaje de la población para hacer más eficiente el gasto social. En ello ocurren fenómenos de segregación que segmentan a sus habitantes y los acostumbran a depender del bono o subsidio al que acceden de manera condicionada por su pertenencia o no a dicho grupo. Como básicamente el fichaje y posterior focalización están basados en el
ingreso, como medida de “estar bien o estar mal” con respecto a otros, se privilegia la visibilización de aspectos económicos y se omite todo el resto del espectro que da sentido a la vida humana, como la herencia de conocimientos que poseen los individuos para convivir y sustentarse, las estrategias para hacer frente a vicisitudes, sus festividades y cosmovisiones, sus normativas consuetudinarias, etc. Esto provoca, en un breve plazo, la fragmentación de estos pequeños mundos y el debilitamiento de su arraigo con el suelo, o el mar en este caso. Una vez ocurrido esto es fácil estar expuesto a los fenómenos de desintegración social, migración rural/insular – urbano y exponerse a una vida en las periferias urbanas tras la búsqueda de un imaginario de oportunidades que no cuaja con la vida en aislamiento.
El efecto del fichaje social en zonas aisladas, como las islas del mar interior de Chiloé, ha sido por sobre todo negativo en la construcción y reproducción de identidades. La pregunta que nos hacemos es: ¿cómo se adaptan estos modos de discriminar a beneficiarios en zonas en las que los procedimientos para diagnosticar y ayudar aún se sustentaban, como antaño, en una historia común?, ¿por qué no es posible diagnosticar poniendo énfasis en los recursos en lugar de las carencias?… y más aún: ¿colectivamente?, esto debido a que la estructura de oportunidades en dichos lugares era antiguamente la propia comunidad, su territorio y su historia de adaptaciones, y era gestionada por la propia población.
Estas y otras realidades a lo largo de nuestro país, hacen urgente transformar no sólo el modo con que se selecciona a la población, sino también a descontinuar una filosofía de Estado basada en no observar los recursos culturales que existen y que han dado sentido a siglos de habitar. De otro modo, el costo para el propio Estado se irá incrementando al formar humanidades que ya no son autovalentes, en la medida de que vayan aniquilando sus arraigos, que son al final de cuenta sus recursos humanos, sus derechos.
Por Ricardo Alvarez Abel
Antropólogo, Director Regional Fundación Superación Pobreza Los Lagos.