Gendarmes: Presos de su propia conciencia

La gran diferencia entre un preso y su celador, es que a éste último le pagan por estar preso


Autor: Sebastian Saá

La gran diferencia entre un preso y su celador, es que a éste último le pagan por estar preso. Ésa es una premisa que todo aquel que lleve con dignidad su reclusión, siempre tendrá a su favor para contrarrestar el maltrato, los palos, las humillaciones y aberraciones que adornan el sistema carcelario del Estado.

A los gendarmes les duele oír eso. Les duele más que los lumazos que cotidianamente dan a diestra y siniestra cuando allanan galerías, módulos y calles de cualquier centro penitenciario. Les duele más que la grandeza que ostentan frente a los reclusos, por peligroso que éste sea, cuando los obligan a arrodillarse desnudos o a sortear callejones oscuros de color verde y lumas, y vamos pateando y repateando a seres humanos.

Hace un tiempo, mientras esperaba entrevistar a Patricia Troncoso, La Chepa, luego de su prolongada huelga de hambre de 112 días, uno de los gendarmes que custodiaba a la activista en el Hospital de Temuco, se paseaba muy orgulloso por el pasillo del piso 7 del nosocomio, luciendo su indumentaria antibalas (anti-esquirlas en estricto rigor) y una nueve milímetros asida a la altura del muslo.

Sin poder contenerme simulé alabar el riesgo que debía representar para él trabajar cuidando a reclusos “tan peligrosos”, como una forma de disfrazar mi objetivo de entrevistar a La Chepa.

“Nosotros somos preparados de forma especial. Estamos instruidos para enfrentar a sujetos peligrosos”, me dijo, aún ignorante de que yo era un reportero y de que, además, sí había conocido una cárcel por dentro, durante un tiempo suficiente como para entender que entre él y yo, seguía patente esa gran diferencia de la que partí hablando.

Ustedes, le dije, (sabía que no) son los que están en la Cárcel de Alta Seguridad, CAS, porque ahí sí que hay gente peligrosa, le dije, mientras el pachachito gendarme iba de aquí para allá con los dedos pulgares de ambas manos metidos entre su pecho y el chaleco anti-esquirlas.

“¡No, no pasa na’!”, me respondió. “En la CAS ahora hay puros giles, antes había locos connotados; huevones brígidos, puros terroristas”, me resumió con el tono canero que se les pega a los gendarmes de tanto estar presos igual que los presos, pero con sueldo.

Desde hace un tiempo los gendarmes se han puesto de moda con su movilización, sus paros y protestas, en demanda de mejoras salariales y modificaciones estatutarias para su función. Se han tomado penales, con lienzos y consignas, han marchado, han levantado barricadas y se han enfrentado con las Fuerzas Especiales de Carabineros.

Aún cuando consigo comprender en parte la razón de esa movilización y también el apoyo expresado por dirigentes de la CUT y de a ANEF (que es lo menos que se puede esperar de dichas organizaciones), me cuesta igualar esa protesta, ese reclamo, al que hacen los profesores o cualquier trabajador chileno. Para mi aquí hay un asunto ético y moral que marca sustantivamente una gran diferencia que no se puede pasar por alto.

Creo que la movilización de los gendarmes no podrá alcanzar simpatía alguna. Menos si ese reclamo se relaciona con la dignidad que intramuros, allí del otro lado de los barrotes, no respetan. Por eso no me trago esa facilidad con la que le trasladan la responsabilidad a un sistema carcelario, como si ellos no fueran el sistema.

Peor aún, cuando recuerdo las palizas masivas, los allanamientos, la vista gorda, el maltrato a los familiares de los presos y esa actitud de semidioses que asumen desde la máxima jerarquía hasta el más “tololo” de los funcionarios de prisiones, cuando tratan con los reclusos en desigualdad de condiciones.

La oficialidad actual, por ejemplo, esa que en esta última movilización llegó a “acuerdos con el gobierno” en desmedro de los demás estamentos, es la que hace un tiempo hizo el trabajo sucio en galerías, módulos y calles de prisiones. Es la oficialidad que en el verano del 99’, además de apalear, ordenó practicar “el submarino” en una piscina plástica a los prisioneros políticos que habitaron la CAS, los “connotados”, como los llama el pachachito gendarme que custodiaba a “La Chepa”.

Sólo respecto de los trabajadores civiles de la institución hago la salvedad, la única. Porque creo en aquellos médicos, asistentes sociales y barrenderos que, tal cual pelean por un sueldo digno, lo hacen a diario por alcanzar condiciones humanas y de pleno respeto a los derechos humanos de los presos y sus familias.

No me trago esa parada de los gendarmes reivindicando la dignidad que nunca han respetado en prisión alguna. Me suena a un carerrajismo del porte de un buque, cuando pienso en la huelga de hambre de varios comuneros Mapuche, entre ellos La Chepa, y los gendarmes comiendo delante de ellos para intentar quebrarlos. O en la negligencia frente a un incendio que costó la vida a una decena de reclusos en la cárcel de Colina.

No me trago ese reclamo cuando recuerdo aquel encuentro con mi compañero de la básica, Cristián Orellana. Él estaba fuertemente armado junto a sus colegas para conducirme a una fiscalía militar, en medio de una parafernalia impresionante: ¡Hola, poh, Orellana!, ¿Cómo estás, te acuerdas de mi?, le dije.

El pobre se puso pálido. Complicado de que un recluso lo saludara con tal tono de amistad colegial, Orellana sólo atinó a decirme: “No te conozco”, y me empujó con la culata de su súper escopeta antimotines. Yo todavía me acuerdo. porque, a pesar de esa omnipotencia con la que actúan frente al que es recluso, la dignidad que hoy reclaman está marcada por esa gran diferencia: a ellos les pagan por estar presos. Presos de un pecado cotidiano que mantienen oculto tras los muros y rejas de toda prisión.

Por Marcelo Garay V.


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