Gay bar, gay pride

Nuestro orgullo, al hundir sus raíces en la vergüenza y la vulnerabilidad, nunca cesa de ser un movimiento incompleto y es lo que nos otorga cierta identidad colectiva permitiéndonos extender lazos de amistad y solidaridad sin fronteras.

Gay bar, gay pride

Autor: Andrés Monsalve

Esta tarde el presidente Barack Obama ha anunciado que el bar Stonewall Inn será declarado monumento nacional de los Estados Unidos. Este mes otro bar, Pulse, en Orlando, fue el escenario de una tragedia que tiñó de sangre el mes del orgullo gay.

Los bares gay, como Stonewall en 1969, Pulse o las discotecas de este tipo que existen en nuestro país 47 años más tarde, no sólo son lugares de encuentro para quienes como dice Obama, eran considerados obscenos, ilegales o enfermos mentales, sino también zonas de refugio, de asilo o de protección para la comunidad LGBTQ.

La historia es más o menos así. Cansados de constantes asedios, allanamientos y abusos policiales, quienes frecuentaban Stonewall deciden responder, y como bien dice Obama en su anuncio de hoy: “los disturbios se convirtieron en protestas, las protestas se convirtieron en un movimiento” que luego salió de Estados Unidos e instauró el Día Internacional del Orgullo Gay, hoy Orgullo LGBTQ, acompañado de marchas y celebraciones de variada índole alrededor del mundo.

Lo de Orlando es el final infeliz y trágico de Stonewall. Las discotecas y los bares gay constituyen, como dijimos, una zona de seguridad para quienes antes de tener conciencia de nosotros mismos habitamos el mundo en una condición de precariedad. Una condición de precariedad que está dada porque básicamente no existe para nosotros un lugar cómodo donde estemos a salvo del daño. Antes de nacer ya existen para ‘nos-otres’ las palabras sodomita, maricón, colipato, fleto, marimacho, tortillera, travesti, camiona. Nos están esperando para constituirnos, para prefigurar nuestra existencia.

Y más adelante, se encargan de hacérnoslas saber con mayor o menor violencia, pero siempre con violencia. Al momento de nuestros nacimientos ya se sabe que las posibilidades de que nos maten o de suicidarnos son mayores que las del resto de la población. La relación entre homosexualidad, transexualidad y mortalidad es dramática.

Es por eso, y la primera vez que vamos a un gay bar quizás no lo sabemos, que estas zonas de seguridad revisten para nosotres el significado de una arquitectura casi sagrada, porque nos desconectan del oprobio, la injuria y la muerte, porque allí muchos encuentran su lugar en el mundo. En un país conservador y lleno de trancas y fobias, como es Chile, la existencia de espacios de no-exposición o menor exposición al daño tienen aún un mayor valor. Pero ya hemos visto que ninguna arquitectura es inmune a la muerte.

Es por eso también que para nosotres la palabra “orgullo” tiene otro significado. No significa habernos desprendido totalmente de la vergüenza. Es precisamente la inversión, sublimación o transfiguración de esa condición de precariedad en que nos hemos visto. Y he aquí la razón por la que duele tanto lo de Orlando, como también aún duele el incendio de la discoteque Divine en Valparaíso. Porque nos hieren ese orgullo, ese orgullo precario, que tanto nos ha costado construir. Porque da lo mismo si es en Estambul, Valdivia o San Francisco: en nuestro esfuerzo por darle un sentido a la propia vulnerabilidad y convertirla en un acto político de resistencia resultamos teñidos de sangre.

Como dice el intelectual francés, Didier Eribon, “para mí, hablar de «orgullo» quiere decir sencillamente que, desde hace mucho tiempo y en la medida de lo posible, he lanzado por la borda la vergüenza y el desprecio de uno mismo que todas las fuerzas de la sociedad hacen entrar en la cabeza de los gays y lesbianas desde su juventud y de los cuales muchas veces es tan difícil desembarazarse”. Nuestro orgullo, al hundir sus raíces en la vergüenza y la vulnerabilidad, nunca cesa de ser un movimiento incompleto y es lo que nos otorga cierta identidad colectiva, permitiéndonos extender lazos de amistad y solidaridad sin fronteras.

El tiroteo de Orlando, a los que nos tienen tan habituados los norteamericanos, esta vez dio en «otro» blanco. Y con lo que digo no quiero que se interprete que estoy asignando mayor valor a nuestras vidas. Esta vez la sangre que corrió pertenece a un colectivo que, así como otros colectivos en el mundo, ha sido históricamente sometido a humillaciones. La sangre apagó la noche de un gay bar, la sangre tiñó el lugar sagrado que nos desconecta del oprobio, la injuria y la muerte. Contestaremos no diciendo: ha llegado el día en que ya no sentimos vergüenza, en que nuestro hábitat no es precario. Contestaremos dando forma a nuestra existencia, convirtiendo una vez más nuestra vulnerabilidad en resistencia, en orgullo, en un acto político de resistencia, dentro o fuera de un gay bar, en las calles, llenos y llenas de gay pride.

 


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