Como ya es costumbre, el miércoles 23 de noviembre apareció en las páginas de El Mercurio la columna semanal del historiador Gonzalo Rojas Sánchez. Para quienes tienen la suerte de no ser asiduos a sus textos, Rojas es uno de los más fervientes defensores de la dictadura militar pinochetista, reflejando en sus reflexiones una confusa mezcla de hispanismo franquista, integrismo católico, antimarxismo conservador de viejo cuño, corporativismo y liberalismo económico, entre otras cosas. Si no fuese por el espacio que este importante periódico le entrega a Rojas, sus ideas y obsesiones serían un curioso remanente de un tiempo afortunadamente ya pasado, que sólo tiene eco en pequeños grupos de jóvenes impresionables que circulan por los pasillos de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, lugar donde Rojas se desempeña como docente.
Sin embargo, el rol público de Rojas y la proyección mediática de sus entreveradas reflexiones merecen, en casos extremos como este, tanto una réplica –en la medida en que la discusión racional sea posible- como un llamado de atención a la institución que lo cobija y a quienes asisten semana a semana a sus particulares clases.
En su columna, Rojas realiza una de las más descarnadas defensas del ex militar Miguel Krasnoff, condenado hasta el momento a más de 140 años de cárcel por múltiples asesinatos y torturas durante la dictadura militar y objeto de acusaciones pendientes que pueden incrementar aún más su condena. Soslayando hábilmente la condena moral espontánea que generan ese tipo de actos, Rojas fundamenta sus ideas en una descripción parcial y sesgada del “contexto” social y político que finalmente desembocó en la instalación del régimen de Augusto Pinochet. De esta forma, Rojas se comporta como si todo acontecimiento histórico pudiese explicarse enteramente en base a sus antecedentes, de manera puramente “causal” y “mecánica”, y no existiese una dinámica interna propia que dependiese de las condiciones específicas y las voluntades subjetivas de ese preciso momento, sobre la base de las cuales es precisamente que podemos formular juicios o valoraciones de carácter moral.
Para el relato de Rojas, la propia existencia de personajes como Krasnoff estarían dadas por la “perversidad intrínseca” de una izquierda chilena que habría tenido perfecta conciencia de los resultados y consecuencias de su desafío revolucionario. Para ello, Rojas hace eco de los montajes mediáticos desplegados durante la dictadura, hablando de “miles de hombres en armas” de las diferentes orgánicas revolucionarias entonces existentes. Incluso, en el desarrollo de su argumento, llega a afirmar que todos quienes apoyaron o colaboraron con gobierno de la Unidad Popular (en última instancia, algo más del 44% del electorado nacional, según las elecciones parlamentarias de marzo de 1973) participaban coordinadamente de este esfuerzo por subvertir “a sangre y fuego” el orden social entonces vigente. En todo ese proceso, por último, se habrían cometido “injusticias y abusos”, al menos desde 1965 en adelante, consistentes en cosas tales como la expropiación de fundos durante la presidencia de Frei o la requisación de empresas durante el gobierno de Allende. Todo esto, para Rojas, relativizaría las repudiables acciones represivas posteriores al 11 de septiembre de 1973.
Nada nuevo bajo el sol. Rojas es también autor de algunos libros de aspiraciones historiográficas en los que desarrolla el mismo tipo de argumentos. Sin embargo, su nulo impacto académico y las impresentables inconsistencias metodológicas de esos textos trasuntan un modo de raciocinio histórico pervertido por el esfuerzo estéril de legitimar a una dictadura militar exterminista. La particular interpretación de la historia reciente chilena de Rojas, como producto de ello, ha sido arrastrada al mismo lugar de marginalidad intelectual y política que el pinochetismo más obtuso, el mismo que organizó y llevó a cabo el homenaje a Krasnoff celebrado por el abogado-historiador. En ese sentido, visiones como las de Rojas importan más por sus efectos negativos en la esfera pública y en la conformación de una conciencia histórica reflexivamente fundamentada que por algún eventual valor intrínseco de sus planteamientos
De todo ello se derivan dos conclusiones de diferente naturaleza. La primera, ya notada por un grupo de académicos de la propia Universidad Católica, es de carácter institucional. La defensa pública de un reconocido torturador y la justificación de las atrocidades que ordenó y cometió en contra de prisioneros indefensos está en directa y clara contradicción con los principios religiosos que la institución que lo acoge dice obedecer. La apología abierta y descarnada del terrorismo de Estado y de la desaparición de miles de chilenos a manos de sus agentes de seguridad atenta no sólo contra derechos humanos fundamentales –en último caso, derechos seculares- sino también contra aspectos fundamentales de la doctrina cristiana, tal como la propia Iglesia chilena los entendió y asumió durante la dictadura. El silencio público de las autoridades de la universidad frente a este abierto desafío de uno de sus académicos cuestionan la integridad y coherencia ética de su institución, así como también su idoneidad en cuanto actor público relevante en otro tipo de debates valóricos en los cuales no existen consensos sociales definidos. Más aún, la contradicción suscitada entre los principios sustentados por la Universidad y las relaciones de poder que la atraviesan dejan al desnudo la permanencia de un sector cualitativamente relevante en su interior que no ha dejado de admirar la “obra” dictatorial, aún cuando hoy la gran mayoría de la sociedad chilena cuestiona no sólo sus dimensiones más horripilantes, sino también el propio modelo político, económico y social que impuso a la fuerza.
En segundo lugar, del “caso Rojas” se desprende una conclusión de tipo político-cultural: Gonzalo Rojas representa una forma de interpretar y entender la historia reciente que ha permeado a varios sectores sociales, particularmente a aquellos que se sintieron beneficiados e identificados con el régimen militar. Esa mirada se fundamenta en una visión dicotómica de la realidad pasada, a la cual se le aplican cargas morales absolutas y contradictorias. Es mediante ese particular esquema que Rojas logra lo inverosímil, a saber, transformar a las víctimas en victimarios y viceversa, reduciendo el problema histórico a un conflicto entre esencias binarias e invariables. Su lógica, por ello, puede definirse como historiográficamente perversa, en la medida en que mediante sofismas retóricos -y no evidencia empírica racionalmente sopesada- pretende investirse de un halo moral superior desde el cual condena no sólo el actuar político de sus enemigos sino incluso la propia existencia de éstos. La izquierda, en su lectura, es la culpable última de la destrucción de la democracia chilena, de la instauración de la dictadura militar, e incluso de la instalación del aparato estatal terrorista. Los golpistas y torturadores mismos, en cambio, son caracterizados como valientes defensores de la libertad que actuaron motivados por las circunstancias y aún en contra de su voluntad. El problema historiográfico aquí es obvio: entender la historia en el marco de este tipo de relatos épicos simplistas es tan útil como buscar la antigua fórmula de los alquimistas para convertir objetos en oro.
La condena institucional, social e intelectual a la impresentable apología del terror estatal realizada por Gonzalo Rojas es necesaria no sólo en el ámbito de la construcción social de la memoria sobre nuestra historia reciente –proceso que ya lleva varios años de desarrollo-, sino también como parte de un ejercicio pedagógico para quienes aún buscan elementos sólidos para la construcción de su propia identidad histórica. Aunque sea evidente, con exponentes como Rojas es necesario reafirmar una vez más que la historia no se reduce a la mera opinión parcial de quien busca elementos en el pasado para legitimar cualquier posición presente. No es, tampoco, la habilidad retórica para distorsionar e invertir roles, sin relación alguna con la evidencia empírica disponible. La historia, por el contrario, es un ejercicio crítico, reflexivo y racional de representación plausible del pasado mediante la pesquisa e interpretación de los distintos remanentes materiales y culturales de ese propio pasado. Es, entonces, un esfuerzo intelectual basado en una cierta ética que no nos permite amoldar a nuestro gusto el conocimiento que podamos construir del pasado, ni mucho menos apoyar o justificar los episodios más bestiales de nuestra historia republicana.
Por Marcelo Casals
Publicado originalmente en Revista Red Seca
El Ciudadano.