Es indudable que la noticia del nombramiento del nuevo rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) merece ser comentada por distintas razones.
La primera porque la UNAM es la universidad pública más importante del país y ese carácter la vuelve objeto primario de comparación para el resto de las universidades públicas respecto a distintos aspectos. El más relevante, a mi modo de ver, es el haberse ceñido por ya cuarenta años (de 1983 a la fecha) a las políticas públicas implantadas en el ámbito de la educación superior.
Estas políticas públicas se han sustentado en una forma particular de concebir la enseñanza superior y su administración, lo que ha llevado a la UNAM a enfrentar una serie de conflictos y de problemas todavía no resueltos.
El rector nombrado por la Junta de Gobierno de la UNAM es el doctor en Historia Leonardo Lomelí Vanegas y el hecho de que provenga de las disciplinas humanísticas nos hace abrigar esperanzas de que bajo su dirección la UNAM pudiera iniciar un viraje que le devolviera su carácter verdaderamente autónomo.
Es cierto que cuando arriba una nueva autoridad se tiene la expectativa de que se resuelvan los problemas nuevos y añejos, y en el caso de la educación superior los problemas son los generados por las políticas llamadas “neoliberales” que se tradujeron en la pulverización del gremio magisterial y en el tratamiento patriarcal hacia los y las estudiantes.
Todos sabemos que los puntales más importantes de estas políticas públicas han sido la ilusión y el envanecimiento, la ilusión de acceder a mejores compensaciones económicas a través del Sistema Nacional de Investigadores, las becas al Desempeño Académico y otros tantos artilugios (que no forman parte del salario obviamente); y el envanecimiento de tener un reconocimiento por hacer lo mismo que hace el maestro(a) que no recibe tal reconocimiento.
El actual sistema universitario se sostiene en la concepción individualista tan fácil de sembrar en la conciencia de las personas, pues parte de la idea central de que cada persona es única e irrepetible, de que cada persona se distingue del resto por la extraordinaria tarea que realiza, de que no hay forma de medir esa individualidad, sino haciéndola prevalecer por encima de los demás.
Esta concepción acerca del quehacer educativo que al principio nos era totalmente extraña, pues el lenguaje en el que se expresa lo era también, tan sólo recordemos la primera vez que nos topamos con los formatos en los que debíamos traducir en palabras la “misión”, la “visión”, las “metas” los “objetivos”. Pensábamos: ¿acaso somos apóstoles?, ¿acaso somos soñadores?, ¿no es lo mismo metas y objetivos? Tuvimos que asimilar una concepción distinta de nuestro quehacer a fuerza de usar un lenguaje que no comprendíamos y que paulatinamente fue sustituyendo el lenguaje propio, el que se entrelaza con nuestra forma de vida universitaria.
El nombramiento de un nuevo rector en la UNAM vuelve a poner en el tapete de nuestra reflexión la posibilidad de cambiar las cosas. ¿Por qué mantener un sistema que ha resultado en un gran fracaso? Un fracaso que ha redundado en el desprecio a la labor educativa y en la expulsión sistemática de las y los jóvenes de la educación superior.
Y vuelvo a llamar su atención sobre el lenguaje que este sistema ha impuesto. Los maestros(as) no son sino “facilitadores” y los estudiantes son los “clientes”. Las opciones que constituyen proyectos de vida son la “oferta educativa” y los clientes son atraídos dependiendo de la manera en que ofrezcas la “mercancía”, sin importar el valor que tiene en sí el cultivo de una disciplina.
Las universidades se convirtieron en proveedoras del mercado obedeciendo a las demandas del mismo, sin atender a los problemas humanos y sociales que el desarrollo de las disciplinas de manera natural abordan y resuelven.
Las universidades perdieron su autonomía en la gestión de sus recursos, pues se impusieron las “bolsas etiquetadas” y, sorprendentemente, estas bolsas nunca estuvieron destinadas a incrementar los salarios de los(as) maestros(as) sino de las burocracias hasta llegar a unas diferencias insultantes entre los ingresos de maestros(as) y funcionarios.
Hace décadas que los(as) maestros(as) universitarios(as) vivimos los efectos de un sistemático “tope salarial” porque otro de los efectos devastadores de las políticas “neoliberales” fue la desaparición de verdaderos sindicatos, puesto que la mayoría de ellos han aceptado “sin remedio” que el presupuesto universitario se destine a cualquier otra cosa menos al incremento salarial. A tal punto que el trabajo especializado del docente está al nivel de la mano de obra menos calificada dentro del “mercado”.
Sin duda, este estado de cosas no sólo es propio de la UNAM sino de todas las universidades públicas del país y el nombramiento del Doctor Lomelí abre la posibilidad de cambiarlo y de iniciar un proceso de transformación del sistema universitario que debe empezar por rechazar el lenguaje impuesto, por rechazar el asalto ideológico del que fuimos víctimas, para reconocer nuevamente nuestro quehacer educativo en los términos que esa vida universitaria es concebida por quienes la vivimos.
Foto: Archivo El Ciudadano
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