Una sociedad liberal, es aquella en la cual existe un consenso básico sobre ciertos principios o valores que permitirían a cada uno, extensiva y equitativamente, desarrollar el plan de vida que estime adecuado. Estos principios sin los cuales ninguna vida humana puede ser razonablemente desarrollada, son conocidos: igualdad, libertad, una provisión mínima de bienes materiales, derechos a la educación, salud o alimentación, entre otros. Sin ellos podríamos vivir, pero nuestra vida no sería digna, se volvería intolerable. Este acuerdo es público, pues no supone el pronunciamiento sobre cuestiones ética controvertibles, cristianos, budistas y ateos, pueden convivir, sin que ello suponga que el Estado deba pronunciarse sobre la inmortalidad del alma, y a nadie razonablemente se le ocurriría pedir auxilio al derecho para que en las escuelas públicas se enseñe dicha doctrina. Desde esta perspectiva, no podemos hacer uso del derecho para imponer una determinada concepción de la vida buena a otros, pues ello supondría un pronunciamiento del Estado sobre lo que es bueno en una serie de aéreas sensibles, en las cuales razonablemente no hay acuerdo, violando el principio básico de toda comunidad democrática y liberal, que es el respeto de los planes de vida particulares. Es lo que ocurrió con el divorcio, pues nuestra legislación hizo suya una precisa concepción moral sobre la forma en que debía ser el matrimonio, lo que representaba para muchos, una restricción ilegítima de su libertad. El matrimonio homosexual plantea un dilema similar. La homosexualidad es un área en la cual las personas podemos razonablemente disentir, cada cual puede, desde su propia concepción ética, hacer valer los mejores argumentos tanto para acogerla como para rechazarla, pero lo que no podría ocurrir jamás, es que pidamos al Estado el hacer suya una de estas posturas y ampararla jurídicamente, tornando en restrictivo e inequitativo el ejercicio de la sexualidad, bien básico de toda persona.
El derecho al matrimonio es un derecho central, supone no solo el poder compartir la vida afectiva y sexual con una persona, sino que también acceder a beneficios hereditarios, de salud o de alimentos. Por ello, como lo ha indicado Judith Butler (Deshacer el género, 2006), constituye un área muy sensible relacionada como lo que implica ser persona, como para construir políticas públicas en base a concepciones privadas de lo bueno o lo recto. Es usual encontrar en el debate tanto nacional como internacional, una vinculación de la homosexualidad con lo enfermo, lo no natural, lo inmoral, lo sucio, lo desviado o lo anormal. Este tipo de argumentaciones suponen que por un lado se encuentra el cuerpo sano de la sociedad y, por el otro, aquello que vendrá a contaminarla y corromperla. Paradójico ha sido por ejemplo el hablar de la crisis familiar en relación con el matrimonio homosexual, como si este fuese causa de aquel, cuando en realidad es muy poco plausible que por aceptarse el matrimonio homosexual, los heterosexuales casados corran a los brazos de un amante del mismo sexo, como tampoco es factible radicar en una legislación favorable al divorcio, el aumento de los mismos, pues una pareja llega a esa instancia por otras razones mucho más complejas y tristes. El único efecto de este tipo de razonamientos estriba en el diseño de una sociedad jerarquizada, en la cual, solo algunos pueden ser catalogados de normales, privando, a los que no cumplen con el estándar, de derechos y beneficios públicos que deberían ser para todos, situaciones que, por lo demás, han tenido que padecer muchos seres humanos a lo largo de la historia (mujeres, discapacitados, afroamericanos, indígenas, pobres o religiosos).
En esta palabra, normal, encontramos uno de los fundamentos por los cuales no parece posible establecer una discriminación en base a la orientación sexual y negar la posibilidad de acceder al matrimonio o a las uniones civiles. Normal, denota por un lado un criterio estadístico, pero en el sentido usado en el debate sobre nuestro tema, supone ante todo un aspecto normativo, esto es, la exigencia de amoldar la conducta a un cierto parámetro. Este parámetro es la heterosexualidad, la cual marca una línea que separa lo normal, de lo que no lo es. El problema radica en que a nivel de la investigación histórica, sociológica, antropológica y psicológica, parece no existir una base real para esta categorización de la homosexualidad como una anormalidad (en el sentido normativo), encontrándonos en su reemplazo, con un complejísimo proceso ideológico que hundiendo sus raíces en el sexismo, la discriminación hacia la mujer y con ello a lo femenino, una vergüenza a la sexualidad, una ansiedad natural hacia las transformaciones del afecto, entre otros, generan más bien un rechazo o repugnancia de base irracional, antes que una apertura hacia una reflexión seria y meditada.
El punto, por lo tanto, es el siguiente: si el rechazo hacia la homosexualidad es tan problemático en su estructura, pues se origina en factores ideológicos, sexistas o religiosos, ¿por qué el Estado debe hacer suyo un criterio que se basa solo en la animosidad y no en un daño real que esta conducta pueda ocasionar? ¿no sería preferible, reservar lo jurídico solo para aquellas situaciones que generen un perjuicio efectivo y no supuesto, como recomienda el principio del daño de Mill? En los hechos, la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el caso Romer v. Evans (1996) que versó precisamente sobre homosexualidad y discriminación, indicó que las enmiendas efectuadas a la constitución estadual dirigidas a negar a las comunidades locales dictar ordenanzas contra la discriminación por orientación sexual, carecían de una base racional al estar fundadas solo en el prejuicio hacia la homosexualidad, lo cual impedía asegurar la igual protección de las leyes, al hacer más difícil para un grupo de ciudadanos, buscar la protección del gobierno que para otros (Martha Nussbaum, El ocultamiento de lo humano, 2006). Desde una perspectiva liberal por tanto, no es el Estado quien debe decidir sobre lo moralmente recto, sobre todo si lo recto es tan controvertido, con lo que, la forma particular en cómo gestionamos nuestra sexualidad, en ningún caso puede ser considerada como una parte del consenso público.
Siempre que a una minoría se le han permitido ejercer derechos antes vedados, se han escuchado voces que auguran males para la comunidad, así ocurrió con el derecho a voto para las mujeres o con el fin de la esclavitud, pero continuamos aquí. Esto es posible, pues construimos arbitrariamente criterios de normalidad, de ahí que una vez superados, lejos de hundirnos, nos acercamos a la construcción de una sociedad más inclusiva, no jerárquica, no separada entre los mejores y aquellos que no lo son, y en la cual es factible hacer realidad lo que realmente debe animar al derecho, otorgar un marco de convivenciae en el cual cada uno pueda aspirar a ser feliz en concordancia con su proyecto personal de vida.
Por Alfonso A. Henríquez R.
Abogado, Prof. Departamento Historia y Filosofía del Derecho
Universidad de Concepción