Las decisiones económicas del gobierno de Sebastián Piñera no son inesperadas. La más reciente no es sino una variante de la antigua astucia de privatizar las ganancias y socializar las pérdidas: Se gastarán doce mil millones de dólares para comprar divisas y detener así la caída de la moneda estadounidense. ¿Con qué pretexto? Aliviar el sufrimiento económico del puñado de exportadores chilenos (¿cuántos son?). ¿Con qué efecto? El encarecimiento de una gran cantidad de productos importados y servicios de base, como el transporte público o privado; el encarecimiento, por ende, de la vida cotidiana de la gran mayoría.
Para Chile, doce mil millones es una suma inmensa. Que el Estado disponga de ella con fines internos no es en sí, sin embargo, solamente negativo. Un dólar caro en pesos, cuando no carísimo, inalcanzable, gracias a la intervención del Estado (que podría haberse hecho también imponiendo una paridad fija, como lo han hecho hasta ahora los chinos) obligaría a los chilenos a fabricar lo que hoy importan. Así se armó el tejido industrial chino, el tejido industrial indio, etcétera. Pero no creo que sea el proyecto del gobierno de Sebastián Piñera ni de sus amigos de la Concertación.
El anuncio, hace unas semanas, que el Gobierno vendería lo que queda de los activos del Estado en las empresas sanitarias, en unos mil quinientos millones de dólares, con una seguidilla poco cuerda de pretextos (sucesivamente los programas de la Corfo a favor del emprendimiento, la innovación y el apoyo a las pymes; luego la reconstrucción; en seguida el financiamiento de inversiones en otras empresas públicas, y por fin el gasto en salud y educación) indica que existe una continuidad entre el pensamiento económico del gobierno actual y la política definida en dictadura por Hernán Büchi.
Baste recordar a los especuladores y empresarios que hicieron vastísimas fortunas con la compra de las empresas públicas del acero (CAP), eléctricas (Enersis, Endesa, Chilectra, Chilgener, Chilquinta…), comunicaciones (Entel, CTC), azúcar (Iansa), transportes aéreos (LAN Chile), farmacéuticas (Laboratorios Chile)… sin mencionar algunas mineras (como Punta de Cobre), una que otra sanitaria (Aguas Quinta y Aguas Décima), o la gravísima privatización de los bancos. Büchi lo dejó claro: “Transferimos recursos estatales para fortalecer el sector privado”. Pronto sabremos quiénes serán los favorecidos esta vez.
¿De qué estamos hablando? No de libre mercado, ese remedo para tontos. Sí de la complicidad entre los grupos económicos y los políticos, todas tendencias confundidas, que asegura el enriquecimiento de unos pocos y el engaño de todo el resto. Por memoria: El Estado comenzó el proceso de privatización de las sanitarias bajo el gobierno de Frei R-T, en 1998, con el aplauso y la venia de toda la Concertación.
A este inmovilismo económico de tipo colonial hay que agregar el inmovilismo jurídico-constitucional que, como el anterior, no parece molestar a nadie. Quienes queremos terminar con la transición y que Chile se otorgue una Constitución legítima y republicana, también pretendemos acabar con el sistema binominal, inventado en época de Hernán Büchi y de Jaime Guzmán, para asegurar a los amigos una continuidad en el poder cuando los militares volvieran a los cuarteles.
Cuando la Concertación pasó a formar parte de los amigos, se apresuró en no modificar un mecanismo electoral que les garantiza poder saborear la torta sin que los molesten. Los comunistas, que no habían sido invitados al festín, forman hoy parte de los amigos, ellos también, para que el jolgorio continúe indefinidamente. Los que defienden la libre competencia en todos los campos se aferran a un sistema que de libre y democrático no tiene nada, pero que asegura a los dos bloques que han cogobernado desde 1990, un escaño para cada cual en todos los distritos.
Lo dice Carlos Huneeus, que no es un flaite ni un terrorista mapuche: “La ciudadanía puede protestar, pero los bloques siguen gobernando casi empatados. Cuando hay dos coaliciones en el Congreso las reformas no avanzan. Quienes están en el Congreso no abogarán por un cambio del momento en que esto significa que su permanencia sea vulnerable; el binominal asegura mayores posibilidades para su reelección y ello impide pensar en cambiar el modelo” (entrevista en radio Universidad de Chile el 5/01/2011).
Este vicio viejo de querer mantenerse a toda costa ha concluido estas últimas semanas en el episodio que involucró a los pseudo-socialistas Osvaldo Andrade, Camilo Escalona y Arturo Martínez, el incongruente presidente de la CUT que defiende la flexibilidad laboral. Mientras Andrade se retiraba de la Cámara durante el voto del reajuste salarial para los empleados públicos, haciendo ganar el proyecto del gobierno (un mísero reajuste de 4,2%), Arturo Martínez y un invitado de último minuto, Camilo Escalona, negociaban la contrapartida con Felipe Larraín: la reconducción del aporte que hace el Estado cada año a la CUT (se ha mencionado la suma de 80 millones de pesos).
¿Cómo se llama eso? Corrupción social. Podredumbre política. A costa de los empleados públicos. “Strč prst skrz krk!” como dirían en Praga: Métete el dedo al fondo de la garganta. Porque lo único que nos queda son ganas de vomitar.
Por Armando Uribe E.
Profesor asociado, Universidad de Cergy-Pontoise (Francia)
Politika, segunda quincena enero 2011
El Ciudadano Nº95