Un vendedor de chatarra obsesionado con las armas y la violencia puso a Santiago en jaque este martes 23 de marzo. Primero mató a dos detectives, se retiró, y luego hirió a otros cinco, defendiéndose de docenas de policías armados, vaciando en su contra cargador tras cargador en un área de alta densidad poblacional, llena de universidades y colegios.
La camioneta roja de Italo Nolli quedó convertida en colador, y el cuerpo acribillado pasó horas en el centro de la capital chilena aleccionando al país.
El intrépido y anciano delincuente era uno de los centenares de miles de desquiciados que creó la guerra viciosa de Estados Unidos contra Vietnam, y murió como aparentemente él quería, en su ley. La policía, por su parte, saldó su vendetta a un costo que ya aun antes de los sumarios se revela como inaceptable: centenares de civiles en la línea de fuego, dos funcionarios muertos, 11 heridos entre tiros y accidentes, un número indeterminado de vehículos policiales y civiles destruidos, una costosísima operación rastrillo, todo en una batalla contra un anciano.
Es difícil, por eso, comprender en qué se basa el orgullo por las fuerzas policiales expresado por el presidente Sebastián Piñera en la hora de dolor. Tal vez bastaba con las condolencias a los familiares, porque seguramente la investigación posterior -secreta con toda seguridad-, demostrará que no se siguió protocolo alguno en el procedimiento original, ni tampoco después en las alocadas persecuciones y balaceras.
Como presenciamos muchos, un increíble número de vehículos cargados de funcionarios pasaba de un lado a otro a toda velocidad; los detectives con sus rostros lívidos, algunos con armas en la mano, aullando sirenas, subiéndose a las aceras, a las ciclo vías, contra el tránsito, ignorando el tráfico, se cruzaban entre sí. Y chocaban. Por esta vez, la calma y la ponderación estaban del lado de los carabineros.
Y para quien observa con ojo extranjero, es inevitable comparar a Italo Nolli con Héctor Llaitul, el dirigente mapuche condenado a 25 años de cárcel un día antes de este episodio. Porque a Llaipul lo sentenciaron como si fuera un Nolli, alrededor suyo se levantó una leyenda sobre sus inmensas dotes de sanguinario terrorista, entrenado por las Farc y la ETA, de frío y eficaz organizador de emboscadas guerrilleras contra un Fiscal de la República y una caravana de vehículos policiales blindados.
El viejo Nolli demostró en solitario lo que puede hacer una sola persona entrenada, sin escrúpulos, sin límites y con determinación, ante una policía que parece estructurada alrededor de las películas del FBI. Partiendo por el logo amarillo de tres letras, la actitud canchera, las mujeres hermosas, la pistola colgando del cinturón, las balizas en el techo de automóviles modernos, todo recuerda el cine y no la certera e invisible eficiencia de policías como las de Suiza o Suecia.
Llaitul y sus compañeros, con todo respeto, no le llegan ni a los tobillos a Nolli. El terrorismo de la CAM consiste en quemar pastizales y tirar piedras, y parece que a veces disparan algún perdigonazo.
Los fiscales pintan a los mapuche como un ejército disciplinado de personas entrenadas como Italo Nolli ¿Se imagina usted lo que haría un contingente así, y además motivado por una causa? Primero, no habría terrateniente con cabeza. Y segundo, los carabineros no estarían acampados en containers a la vista de todo el mundo, sitiando a las comunidades: tendrían insomnio sólo de saber que anda por ahí una banda de Italo Nollis merodeando en las noches obscuras del campo en Arauco.
En una ocasión, como corresponsal de Telesur, visité a Llaitul en la cárcel de Concepción. Eran los últimos días de una larga huelga de hambre, y el hombre tenía el cuerpo debilitado y los sentidos retardados, pero no adormecidos. Desconfiaba. Tras un larguísimo silencio, dijo: «tú vienes aquí con la idea de que yo soy un terrorista con un lado humano», y yo, de verdad, no le encontré estampa de terrorista, sino de un tipo inteligente y resuelto, pero indefenso. No se lo dije, creo que para no ofenderlo.
Igual, me habló bien de Martí y mal de Bolívar («tú debes ser bolivariano»), por haber sido, dijo, gestor de un proceso que ignoró a los pueblos originarios. Y luego me hizo un dibujo de la famosa «emboscada» al fiscal Elgueta, que habría tenido lugar a 200 metros de su casa, a medianoche, en una zona ocupada durante todo el día por las Fuerzas Especiales de Carabineros.
No pude, como quería, ir hasta el sitio y recrear el dibujo con nuestras cámaras: no había quien nos acompañara, o sencillamente ganó la desconfianza. Hubiera sido una nota interesante, y capaz que hasta un elemento en el juicio.
Quien sabe si Nolli hacía dibujitos de sus operaciones. Si los hacía, sería usando un programa CAD. Quién sabe si Nolli quería morir como un idiota valiente, sin otro motivo que usar por fin su arsenal. Porque ¿hacia dónde iba huyendo? A juzgar por el lugar donde cayó, a pocas cuadras de su casa sembrada de cazabobos, iba hacia allá ¿Fue presa del pánico? No parece: todos los accidentes fueron causados por sus perseguidores, no por él.
En su caso, no queda más que hacer conjeturas. Pero en el caso de Héctor Llaitul no las hay: si hubiese tenido las armas, la preparación, las intenciones y el arrojo «a la Italo» que le atribuyen el Ministerio Público y la policía, el fiscal Elgueta estaría muerto, y posiblemente Llaitul también. Pero no. En realidad, está preso y condenado por lo contrario: por no usar armas y no haber matado a nadie.
Por Alejandro Kirk