La casa familiar del «terrorista» Juan Aliste Vega en Puente Alto está ubicada en un pasaje enrejado, como hay miles en los barrios populares de Santiago. Casi no hay fotos del hijo preso, se las han llevado casi todas en los allanamientos, dice la madre, una mujer entristecida y desconfiada. «No muestro más fotos, no confío más en los periodistas, me han engañado muchas veces», dice en un tono que no admite siquiera la tenue protesta de que «TeleSUR es diferente»: siempre le dijeron lo mismo.
En 1991, a los 18 años, Juan Aliste fue apresado por un enfrentamiento entre combatientes del grupo Lautaro y la policía, en que murió un carabinero. Fue condenado a 17 años de cárcel, de los cuales cumplió 12 y luego se acogió a los beneficios carcelarios normales: salidas dominicales, reclusión nocturna y libertad vigilada. Firmó regularmente el libro de control de Gendarmería hasta la misma semana del asalto al Banco Security en 2007, en que fue asesinado un carabinero motorizado.
Aliste nunca fue indultado ni resulta de su historia ningún beneficio especial como para que el ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, afirme que la justicia ha sido «benigna». Menos si uno compara su condena con la sentencia de siete años otorgada al esbirro profesional Manuel Contreras por el asesinato -ese sí terrorista- de Orlando Letelier en Washington, en 1976. En 2003 Aliste fue acusado de otro asalto, detenido, procesado y luego absuelto: pasó a formar parte del grupo de los culpables permanentes.
En la casita de los padres de Aliste todo es modesto, pero no falta nada. Una extensión en el patio, a donde se trasladó la cocina, dejó casi sin luz natural la sala. Donde debe haber estado la cocina, hay ahora un baño con un pequeño calefactor de aire. Todo limpio, ordenado, adornado, evidencias de un inmenso cariño familiar. Una foto muestra al matrimonio en sus años mozos, él flaco y rubio, ella con una cabellera negra, un vestido floreado setentero, corto, que deja ver unas piernas robustas y bien formadas. Ella ríe por una única vez: «sí siempre me dijeron que tenía lindas piernas». Luego llora.
El padre extrae una batería de documentos presentados ante la justicia. Hay una carta firmada por el mismísimo presidente de la Corte Suprema de Justicia, Milton Juica, en que reconoce que no tiene poder para sustraer el caso de Aliste de la justicia militar. Y eso es todo lo que pide la familia: «Yo no digo que mató o que no mató, lo único que queremos es que Juan tenga un debido proceso en la justicia civil, porque en la justicia militar no hay ninguna posibilidad».
Luis Aliste está seguro de que a su hijo la justicia militar ya lo condenó, así como lo condenaron ya el Ministro del Interior y la prensa.
El abogado Alberto Espinoza, quien defendió a Aliste en 2003 y logró su absolución, dice que llevarlo a la justicia militar es una «aberración» desde el punto de vista del derecho, pues en ninguna democracia moderna las cortes militares tienen jurisdicción sobre los civiles. Y menos en la situación heredada de la dictadura de Pinochet, en que los «testigos» son encubiertos, no hay derecho a defensor de oficio, y el acusado no tiene derecho a conocer el expediente en su contra.
Al revés de lo que ocurre con los centenares o miles de militares involucrados en el plan genocida de 1973 a 1989 en Chile, nadie pide clemencia para Aliste. Ni siquiera él mismo, que con la cabeza erguida se sigue considerando un luchador social. Tampoco suplican sus padres, ya resignados a tener que visitarlo semana a semana en la cárcel. Todo lo que demandan es un juicio justo, público y con derecho a abogado. Pero Aliste está ya amarrado a la hoguera: sólo falta que el juez militar la encienda.
Por Alejandro Kirk
Periodista
Politika
El Ciudadano N°85, primera quincena agosto 2010