Por Marcel Lhermitte / George Floyd no respira. Las imágenes son contundentes. Un asesino ataviado formalmente con uniforme policial aplica violentamente un estrangulamiento a una persona que está inmovilizada en el piso. La víctima reclama que no puede tomar oxígeno, el victimario no presta atención. El resultado es inminente: la muerte.
Confieso que la primera vez que vi el informe de la muerte de este hombre no me sorprendió, tuve esa extraña sensación de deja vu, de estar viendo una noticia vieja, de creer que ya lo había visto. Luego me di cuenta que no, que se trataba de otro hombre negro asesinado, algo que lamentablemente ha sido habitual por parte de la policía de los Estados Unidos a lo largo de la historia.
A partir del condenable homicidio se desató la reacción ciudadana y la condena mundial. Las movilizaciones en el país norteamericano no han dejado de suceder y el rechazo del mundo entero se hace sentir en cada rincón del planeta. Nos horrorizamos ante el crimen que sufrió George Floyd, y también del que padecieron –y siguen padeciendo– innumerables personas que no forman parte de la elite blanca de la sociedad estadounidense. Y ahí, en ese punto, es que aflora nuestra hipocresía racial, porque en América Latina no estamos libres del pecado.
No existen dudas de que en Estados Unidos la supremacía blanca juega un rol siniestro, avasallando los derechos y oportunidades no solo de los negros, sino también de los pueblos originarios, los latinos y los asiáticos. Pero esta situación no es exclusiva de la nación del norte, sino que se da en cada uno de nuestros países de la región.
América Latina y el Caribe tienen una población aproximada de 150 millones de habitantes afrodescendientes, lo que corresponde casi a un tercio del total de personas del continente. No necesitamos estadísticas oficiales para darnos cuenta que los principales políticos, empresarios, periodistas y formadores de opinión mayoritariamente son blancos, mientras que en las cárceles y en las zonas marginales del continente encontramos más negros. Además el desempleo, la pobreza y la indigencia también tienen mayoritariamente la piel oscura.
El poder político responde a esa supremacía blanca en todo el continente. Generalmente los presidentes de nuestros países, los ministros y los legisladores son blancos, en forma abrumadora. En Brasil, por ejemplo, prácticamente la mitad de su población es negra, pero en cambio en el Parlamento y en el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro en general no alcanzan el 5%.
Barack Obama hasta el momento ha sido una excepción en los Estados Unidos, como también lo fue Evo Morales en Bolivia si ponemos el foco en el acceso a la Presidencia de la República de parte de representantes de los pueblos originarios. En particular, los casos de líderes negros que logran gobernar son ínfimos en toda América.
Con el asesinato de George Floyd nuevamente quedó en evidencia la brutalidad racial policial estadounidense, que también se practica en América Latina y de la que los países de Europa tampoco son ajenos, pero la hipocresía cotidiana no nos hace ser lo suficientemente autocríticos, para entender, denunciar y reclamar igualdad de oportunidades para todas las personas más allá del color de piel.
Honrar a George Floyd es ocuparnos de que el acceso a la educación, los mejores puestos laborales y las óptimas condiciones económicas no tengan distinción racial, y fundamentalmente también que como sociedad generemos el acceso de negros y grupos originarios a los sitios de poder, porque la desigualdad latinoamericana no solo es económica, también es racial.
*Marcel Lhermitte es consultor en comunicación política y campañas electorales. Periodista, licenciado en Ciencias de la Comunicación y magíster en Comunicación Política y gestión de Campañas Electorales. Ha asesorado a candidatos y colectivos progresistas en Uruguay, Chile, República Dominicana, Francia y España fundamentalmente.