Estudiantes protestando en pelotas contra el despojo de sus aranceles universitarios, profesores denunciando con una pancarta-boleta su precariedad de taxis universitarios, un sujeto disfrazado de ninja gesticulando frente a un pelotón de auténticas tortugas ninja policiales, un remake masivo de “Thriller” frente a La Moneda y otro de Lady Gaga en camino, intimidantes zorrillos de fierro bombardeados de pintura multicolor, guanacos de cartón tirando challa en lugar del asqueroso chorro de agua, lienzos para todos los gustos y una gigantesca pintura pop a punto de ser colgada en la fachada de la Casa Central de la Chile, simulacros de suicidio, besatones y masturbatones, cumbias sonando en las plazas y sopaipillas decoradas ad hoc, consignas para reír, protestar y bailar, pegatinas, graffitis y esténciles transformando la cara gris de los muros al paso de la marabunta estudiantil, bombos batuqueros, cantos, cornetas, hasta el Profesor Jirafales contribuyó al enfado y al humor generalizado con su característico “ta-ta-ta-ta-tá” sobre una pancarta, y entre las casi 500 mil personas que marcharon a lo largo de todo Chile el último jueves, el listado de acciones festivas sería interminable: ¡qué lejos y a la vez qué cerca estamos del “Adiós General, adiós carnaval” de Sol y Lluvia!
Durante muchos años se nos quiso hacer creer que la política era una actividad de gente seria, con parcos hombrecitos de traje y corbata discurseando solemnemente ante los micrófonos, entregando cifras ocultas con calculadora en mano, llenando nuestras cabezas de tecnicismos incomprensibles, de resquicios legales y constitucionales para astutas mentes leguleyas, de protocolos y formalidades que solo ellos, los tontos graves, eran capaces de cumplir, y si nos dimos cuenta de la farsa y de la chacra del poder hace harto rato ya, ahora estamos ocupados en devolverle al carnaval su mejor y más pleno sentido político. No el del engaño, no el de la artimaña y el fraude de una representación viciada o que nunca fue, sino el de la subversión lúdica de tales artificios del poder capitalista y colonial, el del lazo colectivo espontáneo y verdadero, el del desborde festivo y afectivo de las personas que se miran y se tocan mientras dialogan, el de la participación genuina y posible de la masa o más precisamente del pueblo en la toma de decisiones sobre los destinos del país.
La detención de Pinochet en Londres fue un hito en este despertar y en este nuevo sueño real que, alimentado durante años por la irreverencia thecliniquiana y treintayunminutiana en su cara mediática visible, y por multitud de pandillas, grupos y colectivos estético-culturales en su faz sumergida, informal y no programada heredera de Mayo 68 y las tribus urbanas, se ha ampliado ahora desde unos pocos dispersos hacia unos muchos unidos para escapar de la simple parodia y hacerse por fin acción efectiva. Paradójicamente, la masificación universitaria y cibernética demagógicamente propulsada por la dictadura y su prolongación sistémica para fines mercantiles tiene mucho que ver en esta revuelta político-cultural, y esto es la mejor demostración de que la educación y la web no son productos con los que pueda lucrarse sin más, sino experiencias de saber profundamente remecedoras del sujeto y las comunidades. En el proceso educativo y en las redes virtuales, en efecto, se aprenden muchas cosas, entre ellas el darle una nueva mirada crítica, poética y estética a la educación recibida y también, por cierto, a toda la parafernalia publicitaria que sustenta el ciclo incesante de la producción y el consumo. Si la educación humanista y artística es la más pobre de todas es para sumir al chileno en la repetición del saber técnico y científico, pero los seres humanos no somos robots y siempre miraremos las cosas desde la perspectiva singular de cada corazón.
Por eso, entre el clinicazo del 1998 y las actuales movilizaciones estudiantiles, los pingüinos revoltosos del 2006, hijos de la generación del ochenta que charangueó en su largo tour por Pudahuel y La Bandera para ver la vida tal como es, que dejó que su cigarrillos se consumieran mientras el Calle Calle se llevaba a los muertos hacia el mar, que se preguntó qué hacían una gaviotas tan lejos del amor y del cielo; entre medio de ambos hitos históricos, estos escolares hijos del máximo desencanto ya nos habían enviado la nueva señal carnavalesca cuando le hicieron su pataleta pokemona a la Mamá Michelle y, aunque no todos los escuchamos, ahora que han entrado a la universidad y no queda nada que nos haga creer que estamos en el poder, y en que está claro que la cuestión se nos ha ido totalmente de las manos, vuelven a la carga para enseñarnos que la democracia todavía está por hacer y, lo mejor, que ya la estamos construyendo, pero a nuestra festiva manera.
La alegría demoró, pero por fin llegó, porque sentimos alegría cada vez que salimos a las calles a marchar y hacemos rimar nuestras consignas, cada vez que llenamos una manga de letras con spray y recortamos mascaritas de cartón, cada vez que saltamos para no ser el Presidente o el Ministro de Educación, cada vez que rayamos las paredes y danzamos alrededor de los pacos, cada vez que posteamos fotos e intercambiamos opiniones en Facebook, cada vez que nos informamos sobre la Loce y trabajamos en comisiones donde redactamos propuestas, cada vez que leemos El Ciudadano y publicamos artículos en nuestros blogs, cada vez que participamos, discutimos y votamos en foros y asambleas virtuales y reales, cada vez que nos tomamos el tema de la educación muy en serio, pero con sabrosura, para moldear la reforma educacional y la nueva Constitución de todos con autonomía de un sistema de partidos y unas instituciones políticas que ya tienen muy poco que aportarnos, porque sólo han servido para que unos cuantos se apitutaran, se aburguesaran, se escudaran en sus seudosaberes de expertos y se olvidaran de la gente, del sentido y del sentir común.
Por Carolina Benavente Morales
Publicado originalmente el 4 de julio de 2011