La alimentación escolar en Chile, ¿garantía para quién?

Chile pasó del analfabetismo y la desnutrición infantil a la obesidad mórbida y la inequidad social

La alimentación escolar en Chile, ¿garantía para quién?

Autor: Sebastian Saá

Chile pasó del analfabetismo y la desnutrición infantil a la obesidad mórbida y la inequidad social. El tránsito que marcó el fin de aquellos flagelos fue una historia épica contada a través de varios gobiernos. Fue una historia en la que el estado movilizó a sus mejores talentos y recursos para abolir las enfermedades más agraviantes de la pobreza. Tras un siglo de esfuerzo, la educación pública y la medicina social chilena sumaban un logro del que país pudo sentirse satisfecho.

La alimentación escolar es de cuño antiguo y su fin primero fue el de asegurar el aprendizaje de los más desvalidos. Darío Salas, el padre espiritual de la actual Junta Nacional de Auxilio Escolar y Becas (Junaeb) reclama preocupación no sólo por el corazón y cerebro de las y los escolares sino que también por sus estómagos. Logra con ello aunar recursos para complementar la magra dieta de los educandos y, hacia 1930, con los desayunos, la alimentación escolar se establece como el complemento necesario para el desarrollo de quienes son económica, social y políticamente vulnerables.

Por otra parte, el destierro de la desnutrición infantil tomó otras tres décadas y constituyó un esfuerzo de estado del que participaron gobiernos de diversas orientaciones políticas, inspirados por la acción pionera que se desarrollaba en instituciones académicas públicas de prestigio incuestionado en el campo de la nutrición.

Los programas de alimentación y la lucha contra la desnutrición alcanzan en los años 1970 sus metas al lograr simultáneamente masificar la educación escolar y erradicar el hambre infantil, lo que coincidió con muchas otras cosas: con el efecto inmovilizador de la TV, de los Nintendo y de los computadores; con la macdonalización del alimento, con la privatización de los servicios, y con la búsqueda de gratificaciones inmediatas en un mundo donde las amarguras suelen ser más frecuentes que las alegrías. Tales coincidencias y otras contribuyeron a torcer la balanza a favor de la obesidad y el sobrepeso.

La alimentación escolar en general – quioscos incluidos, podría jugar el importante papel de equilibrar las cosas. Un par de millones diarios de raciones son una oportunidad de educar el consumo y, más aun, de estimular la producción de alimentos en el medio local y regional  y de crear afectos en el medio escolar a través del almuerzo cotidiano.

Pero un par de millones de raciones diarias son también una buena «oportunidad de negocio», a la que pueden acceder los capitales más poderosos para levantar un corralito en torno a la alimentación escolar. Es lo que tal vez haya motivado al sistema chilena a optar por la terciarización y a operar por la vía de empresas concesionarias. Y cuando las licitaciones públicas establecen garantías mínimas no hacen otra cosa que ponerse al servicio de los intereses privados que lucran con las necesidades de las y los escolares del país. Solo los capitalistas avezados pueden jugar el partido: microempresarios, emprendedores y otros iconos del discurso público solo caben en las divisiones inferiores. La “libertad de emprender” se eclipsa frente a la gran empresa y el verbo oficial la omite en este ámbito a pesar de glorificarla en otros pagos (como es el caso de los sostenedores privados en la educación).

Las justificaciones de la exigencia de garantías que son impagables para que el microempresario pueda seguir participando del sistema nacional de alimentación escolar son, por un lado, “que la ley que no lo permite» y, por el otro, que «la eficiencia del mercado asegura una mejor provisión”. Una cosa es segura: las ganancias quedan o en la casa patronal o en la casa matriz de cualquiera sea la corporación de que se trate.

La historia puede ser otra. La heroica medicina social chilena estaba preñada no sólo de salud sino que también de solidaridad y de justicia social. Su mensaje invita a entender la eficiencia de otro modo. Hay un potencial enorme en la alimentación escolar y este puede ser visto tanto a través de experiencias locales como de grandes proyectos. Hace veinte años, desde la JUNAEB se estimuló a organizaciones sociales a proveer alimentación escolar y un país, el más grande de Sudamérica, estimuló la producción local de alimentos para el consumo escolar. Ningún componente de la trilogía afecto, autonomía y desarrollo local es viable bajo la lógica de mercado (y ¡va a uno a saber si la alimentación saludable lo es!), donde la economía de escala fuerza a buscar productos serializados para abastecer el sistema escolar, a contratar mano de obra de bajo costo y a homogeneizar la entrega de alimentos a nivel regional y social.

Hay aquí una oportunidad importante. No es viable ni necesario forzar la salida de las grandes empresas que dominan la alimentación escolar. El sistema cumple sus objetivos aun cuando mengüe en cuanto al desarrollo que se espera trajera aparejado. Pero, ¡vaya que hace falta oxigenar el espacio! Piénsese que Chile es quizás el único país en Latinoamérica donde no hay participación comunitaria en los programas de alimentación escolar y donde la selección de “beneficiarios” (esto es, educandos que han de recibir ración y de qué tipo) se hace a nivel central.  En lo inmediato, lo urgente e impostergable es mantener a la microempresa en el escenario. Ello asegura una mínima cuota de equidad en la asignación de los recursos fiscales. Pero las posibilidades son mayores. El ampliar el ámbito de acción de una economía solidaria puede ayudar al concluir el sueño social de la medicina chilena: alimentación, educación, desarrollo integral y justicia social.

Tal como los trigueros reclaman bandas de precio, la ciudadanía tiene derecho a reclamar recursos fiscales protegidos, protegidos contra el lucro se entiende. Una banda del diez, veinte o treinta por ciento permitía, por ejemplo, fomentar la producción local para la alimentación escolar, al modo brasileño. O incorporar a la comunidad en la gestión del alimento. O fortalecer cooperativas de consumo escolar. En todos estos casos – y en los muchos otros que uno pudiera imaginar – lo que antes se iba con el lucro ahora se revierte bajo la forma de desarrollo local. «Produzco con cariño porque es para nuestros hijos», señala un pequeño agricultor de Paraná en Brasil. Un tercio del aprovisionamiento escolar allí es producto local. En nuestros campos la manipuladora de alimentos suele ser, si no madre, tía de algunas de las niñas o niños del establecimiento.

La alimentación escolar, nos sugieren estas experiencias, no es una cuestión de mercado, es una cuestión de derecho, como lo ha proclamado Brasil. Vaya si no debiera saber Occidente de ello cuando su principal credo religioso toma el pan y el vino como el símbolo principal de la comunión entre los suyos. La alimentación es comunión. Los movimientos sociales lo pusieron al frente de sus demandas: pan, techo y dignidad era una de sus consignas. La alimentación escolar concebida como un hecho social solidario no puede sino ser un ejercicio de educación, en un marco de afecto y de gestión autonómica. Así ejercitada, los vegetales y las proteínas pueden encontrarse en el plato escolar, y celebrar no con monedas en los bolsillos sino con la sonrisa digna de quienes han hecho el esfuerzo y ven sus frutos entre los suyos y no en la 4×4 del gerente de la empresa.

¿Por qué no? El poder de un pequeño número de empresa no puede doblegar la utopía de un país que torció el curso de la miseria y el analfabetismo pero que sigue en deuda con la promesa de igualdad, de justicia social y de solidaridad.

Por Juan Carlos Skewes V.

Universidad Alberto Hurtado


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