La buena vida… o de la felicidad

Hace ya varias décadas que continuamente seguimos escuchando el lato discurso acerca de que ya estamos próximos a cruzar el umbral hacia el desarrollo

La buena vida… o de la felicidad

Autor: Wari

Hace ya varias décadas que continuamente seguimos escuchando el lato discurso acerca de que ya estamos próximos a cruzar el umbral hacia el desarrollo. Pues, bien, la cuestión es porqué ya no estamos al otro lado de este portal, preguntándonos qué fue lo que nos impidió durante tantos años atravesarlo.

Vamos viendo. En primer lugar, a quién le interesará, realmente, mayor desarrollo cuando éste no va acompañado de los beneficios o satisfacciones que conlleva para las personas. Porque hay un misterio no revelado habitualmente y que ciertamente inquieta a muchos, y es esa misma interrogante la que en diversos casos ocasiona extrema indiferencia: ¿quién gana concretamente cuando existe mayor crecimiento en el país y quién se siente, en cuerpo y alma, partícipe de estas ganancias?

Luego, tenemos la extrema desigualdad en la distribución del ingreso. Por lejos, en este aspecto, somos una de las sociedades con mayores diferencias de ingresos del planeta, claramente señalado por el índice de Gini, indicador utilizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Cuando le echamos un mero vistazo, así como por simple inspección, se muestra una nítida tendencia a la concentración total del ingreso en unos pocos, cosa que en la práctica se advierte, según la posición adquisitiva del ciudadano observador. Un representante del poder legislativo, un CEO de algún holding multinacional o un empresario del gremio en nuestro país gana en promedio 70 veces la renta de un empleado de sueldo mínimo. Sin embargo, cuando se plantea el imperativo de corregir esta distorsión en los segmentos de la sociedad, se argumenta, sin evidencia alguna, que esto creará mayor desempleo. Los cálculos de la mayoría de los actores sociales indican que no. Y los recursos existen. Así como el deber de hacerlo. Lo contrario sería proseguir con una política de aumentar el estilo de ghettos, apartheid o segregación social e incrementar las estructuras de élites.

Estos recursos se pueden encontrar en los grandes superávits de divisas colocados en bonos en el extranjero –esto supone que estamos en un ciclo de apogeo y vacas gordas-, en los ingresos por las ventas del cobre, en los fondos previsionales apozados durante años, mensualmente, y sin ningún margen de maniobra para sus beneficiarios finales y ahorrantes, que son los ciudadanos comunes, y que entre paréntesis son los reales inversionistas de este negocio; en atenuar la elusión tributaria de las familias más acaudalados de nuestra pirámide, en una recaudación tributaria más acorde y razonable entre empresas y ciudadanos, y, por cierto, más coligada entre lo que se tiene y lo que se paga a papá Fisco.

A veces no se dice que en varias naciones de vanguardia los servicios y atenciones primordiales como la salud y la educación, la cultura y la investigación no son una abrumadora carga para sus ciudadanos y, en general, son elementos de fácil acceso. Aunque hoy en día las personas en el mundo se encuentran bastante indignadas por la peregrina tentativa gubernamental de echar mano a las clase media y quitar tales beneficios con la feble monserga de que hay que dejar suelto al mercado. Pero el mercado no es un potro salvaje desbocado, ni tampoco es un tren en marcha sin conductor. Por ello, nadie podría culpar a dichas actividades tan humanas como causales de alguno de los actuales naufragios políticos. Se necesita planificar un camino. Saber dónde se quiere llegar–ojalá también lo sepan los ciudadanos-. Y también, se requiere un liderazgo que conduzca este convoy del mercado a cierta velocidad. Que sepa detenerlo cuando tiende a descarrilarse, especialmente cuando se detectan ganancias anormales respecto a la salud (Isapres), previsión (AFPs), educación (Colegios Subvencionados y Universidades) y servicios básicos como el agua, el combustible o la electricidad; y así también que le propulse energía cuando en ocasiones se ha estancado este salvaje y voraz animal llamado mercado. Quizá haya que domesticarlo.

Asimismo, es justa retribución para cualquier comerciante que obtenga su esperada utilidad o beneficio. Por supuesto. Ese es su incentivo. ¿Pero le interesará al comerciante mejorar la salud pública, intensificar la calidad de la educación y que ésta sea pródiga y generosa para todos, y no sólo un privilegio de unos pocos, que sí pueden pagarla? Si el Estado no participa en ordenar –y controlar- estas averías y fracturas sociales, la distorsión y las fallas producidas son inevitables.

Si prosigue la actual situación en que los tributos que pagan las personas -a través del impuesto a la renta y el IVA, del impuesto a los combustibles o artículos de primera necesidad- donde los montos recaudados por las familias son mayores a los tributos que pagan las empresas, y además, estos aportes corporativos siguen siendo bastante más bajos que el de las compañías de similar tamaño en los países de la OCDE… no pasará mucho tiempo en que nuevamente nos encontraremos atrapados, como hoy, en la inútil y consabida encrucijada de infancia, preguntándonos por qué aún no hemos logrado acercarnos a un básico estado de desarrollo. Con el eterno pronóstico de que en los próximos años alcanzaremos este objetivo social.

Porque bastan pequeños reenfoques y simples correcciones para que los beneficios de mediano y largo plazo nos pongan en la dirección y sentido que exige el transitar por un verdadero sendero. Salvo, que efectivamente no sea un objetivo deseado. A corto plazo.

La sensatez, como buena consejera, puede orientarnos para obtener y, por fin, alcanzar ese bienestar generosamente más óptimo para la sociedad en su conjunto, para que genuinamente y en forma ejemplar todos –y no sólo unos cuantos- puedan alcanzar ese velo fantasmagórico e invisible de civilización plena que algunos llaman la vida buena, y otros…. Felicidad.

Por Emanuel Garrison

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