La derrota de la Concertación el pasado 17 de enero a manos de la derecha económica, sembró un manto de incertidumbre al interior de las cúpulas partidistas de cómo enfrentar el futuro político de dicha coalición. El desgaste de las ideas y la nula proposición de nuevas perspectivas de conducción política, sumado a la total desafección política entre el político y el ciudadano y la escasa preparación de los dirigentes nacionales, son parte de algunas de las tantas explicaciones que se deben incluir en un análisis más exhaustivo sobre el terremoto político que vivió la Concertación.
No obstante, en el último tiempo, el desfile de los mismos rostros políticos, la rotativa en cargos políticos de importancia nacional de quienes desgastaron la ex agrupación de gobierno y la firma de acuerdos “administrativos” con la coalición por el cambio, hacen creer que el estar alejado del poder ya se transforma en algo traumático. Se instalan mesas de transición, se convocan a elecciones anticipadas, se repiten los mismo discursos de hace unos cinco años atrás y se siguen marginando a los llamados “díscolos” y aparentes responsables del quiebre de la Concertación, instalando en el colectivo social que la lección no ha sido del todo aprendida.
Pero lo peor de esto, es que la fisura de la Concertación es tan grande, que sólo un reacomodo de las fuerzas políticas de centro izquierda inspiradas en sus profundas raíces históricas, pero con una minuciosa lectura de la actual realidad social que intranquiliza a la sociedad chilena, puede constituirlos nuevamente en protagonistas de un nuevo ciclo político en Chile. Para ello se deben incorporar al círculo político local algunas de las principales ideas emanadas desde el debate académico, además de incluir a las bases partidistas, las agrupaciones sociales y los sectores marginados políticamente. Sin embargo, este básico ejercicio de madurez democrática fue rápidamente reemplazado por las propuestas cercanas al “mundo progresista”, planteamiento que tiene adeptos en los tres partidos que (en apariencia) transitan en esa lógica del progreso individual: el Partido Radical -más que social demócrata-, el PPD y el Partido Socialista.
Aunque sus actuales dirigentes están bastantes desorientados en el sentido o esencia del progresismo real, transformando sus discursos en algo más próximo a las utopías progresistas, que a una verdadera dirección política con sentido progresista. Para que Chile y sus partidos políticos se inserten en el circuito progresista deben, inevitablemente, reposicionar al Estado como la gran institución histórica. Si los partidos de centro izquierda – y no ese de centro-centro como se autodefinen algunos honorables pertenecientes a la falange- no intentan al menos discutir sobre el nuevo rol del Estado, su discurso no será más que politiquería añeja y una destructiva demagogia.
Los recientes acontecimientos sociales dan cuenta de un modelo económico en descomposición, que agudiza las diferencias de clases, que empobrece al ser humano y que beneficia a un reducido sector. Pero eso es sólo un ápice del progresismo, puesto que el Estado debe estar al servicio del individuo y no viceversa, con un Estado que logra equiparar crecimiento económico con desarrollo económico, que redefine su posición con respecto a la inserción sudamericana, y que permite ubicar a la política en una función más bien social que puramente instrumental.
Lo anterior redundaría directamente en una mayor participación ciudadana, en una estrecha conexión entre sectores populares y partidos políticos, en mayor equidad social y cierta autonomía entre política y economía. Si estos puntos fueran incorporados por los partidos en su línea programática, ese concepto tan popular por estos días alteraría rápidamente la estructura social que hoy persiste en Chile. Por el contrario, si los partidos no reflexionan sobre estos temas, las brechas sociales se agudizarían y la sensación de un país desarrollado quedará nuevamente desplazada por lo intereses personales.
Por Máximo Quitral