El liderazgo de la Concertación debiera explicarle también al pueblo chileno por qué abandonó el tradicional proyecto de la centroizquierda chilena de buscar un efectivo desarrollo de nuestro país –siguiendo la senda de los países más adelantados del mundo- a través de un proceso de industrialización y de aplicación de mayor valor agregado a la producción nacional.
Es cierto que dicho proceso adoleció históricamente de serias deficiencias, debido especialmente a un excesivo y universal proteccionismo que favoreció la formación de oligopolios ineficientes; y, sobre todo, a la mantención hasta la década del 60 del siglo pasado de un sistema semifeudal de hacienda que reproducía una servidumbre y miseria atentatorios a un efectivo desarrollo económico y social del conjunto de la sociedad. Sin embargo, al persistir en el modelo ultraliberal impuesto por la dictadura, los gobiernos de la Concertación consolidaron el perfil productivo y exportador de materias primas con nulo o escaso valor agregado propio de economías subdesarrolladas y dependientes.
De este modo, dichos gobiernos abandonaron las propias propuestas del Programa de Gobierno de 1989 que señalaba que “el desarrollo del sector industrial constituye un área de especial atención del programa económico social. La experiencia internacional demuestra que no es posible lograr elevadas tasas de inversión y crecimiento económico sin una industrialización vigorosa. Para lograrla se requiere de una política industrial que oriente y fomente el desarrollo de este sector”. Es más, aquel programa estipulaba que “existe una urgente necesidad de incorporar procesos productivos modernos en el área de la industria y servicios que nos permitan insertarnos en el proceso científico y tecnológico mundial y participar en mejor forma en el crecimiento del comercio mundial”; y que “la economía chilena debe adquirir nuevas ventajas comparativas que conformen una segunda fase del desarrollo exportador caracterizada por el avance hacia producciones con mayor valor agregado nacional”.
El abandono de estas claras posturas programáticas lo reconoció Edgardo Boeninger en 1997: “En su expresión interna la política de integración a la economía mundial del gobierno de Aylwin se caracterizó por la continuidad del criterio de mantención de reglas no discriminatorias entre sectores y agentes, incluido el tratamiento nacional de la inversión extranjera, vale decir se optó por no identificar y ‘apostar’ vía apoyo estatal a determinadas industrias presumiblemente ‘ganadoras’ a futuro como lo habían hecho algunos países del sudeste asiático (Corea, Japón). Se consideró al mercado, la iniciativa e intuición empresariales para captar y aprovechar oportunidades como el mecanismo más eficiente de asignación de recursos en un mundo de acelerado cambio tecnológico y de alteración de ventajas comparativas”. (Boeninger.- Democracia en Chile; p. 502)
Los posteriores gobiernos concertacionistas no hicieron otra cosa que seguir con esta absolutización del mercado como “regla de oro”, tanto respecto de sus políticas económicas nacionales e internacionales.
Así, nuestro país ha conservado durante aquellos gobiernos el mismo perfil exportador de materias primas propio de un país subdesarrollado. De acuerdo a la Cepal, las exportaciones de dichos bienes representaron en 1990 el 89,1% del total; y ¡en 2007, el 89,6%! (Ver Cepal.- Anuario Estadístico de América Latina y el Caribe; 1998 y 2008) Esta cifra nos ubica entre los peores de la región, solo superados por Bolivia (91,9%), Belice (91,6%) y Nicaragua (90,2%); y muy lejos de Argentina (69%), Brasil (51,7%), Colombia (60,8%) y Uruguay (68,9%). Además, nos deja muy por detrás del promedio total de los países de la región (49,5%), así como de los países del Mercosur (56,4%).
Por otro lado, Chile ha seguido destinando una baja proporción de su producto nacional en investigación científico-tecnológica. De acuerdo a la Unesco, nuestro país gastaba el 0,78% del PIB en ello en 1995; y ¡en 2004, el 0,67%! (Ver Unesco.- Informe Mundial sobre la Ciencia; 1998; y www.bancomundial.org); lo cual sigue colocando al país muy lejos de los países desarrollados. Así, en los registros de la Unesco de 2005 (en los que no figura con datos Chile), aparecen Canadá y Francia con 2,1%; Austria con 2,4%; Alemania con 2,5%; EE. UU. con 2,6%; Corea del Sur con 3%; Japón con 3,3%; Finlandia con 3,5% y Suecia con 3,7%. Incluso los países de Europa oriental, que han sufrido severas crisis con sus ajustes económicos propios del post-comunismo, destinan proporciones del producto significativamente superiores a ciencia y tecnología: Hungría y Estonia, 0,9%; Ucrania y Croacia, 1%; Rusia, 1,1%; y República Checa, 1,4%.
Por cierto que todo lo anterior no impide que las grandes finanzas internacionales, los principales grupos económicos transnacionales y los medios de comunicación afines, coloquen a nuestro país como uno de los más “ejemplares” del mundo “en desarrollo”. Es más, podríamos decir que –entre otras cosas- es debido a todo eso que nos hemos convertido en uno de los países más gratos para ellos. El punto es que aquello no representa para nada una política económica de centro-izquierda que tenga como prioridad básica los derechos e intereses de las grandes mayorías nacionales y el efectivo desarrollo de nuestro país.
Por Felipe Portales
13 de septiembre de 2010