La Constitución de Pinochet: Un golpe de Estado permanente

La Constitución política de un país es la Ley Fundamental, la más alta jerarquía; en ella se precisan los derechos y obligaciones de los ciudadanos y las relaciones entre los poderes del Estado y éstos con los ciudadanos

La Constitución de Pinochet: Un golpe de Estado permanente

Autor: paulwalder

La Constitución política de un país es la Ley Fundamental, la más alta jerarquía; en ella se precisan los derechos y obligaciones de los ciudadanos y las relaciones entre los poderes del Estado y éstos con los ciudadanos.

En una Constitución se establece la autonomía e interdependencia del Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial, delimitando sus facultades. La Constitución, además, dota a estos tres poderes supremos del Estado democrático de mecanismos de control recíprocos entre éstos impidiendo, así, el quebrantamiento de sus facultades.

La violación de la Constitución es el más grave delito contra la convivencia democrática. Su abolición por acción violenta deja a los ciudadanos sin el marco constitucional que garantiza sus derechos exponiéndoles a todo tipo de abusos de poder. Esto es lo que sucedió con el golpe de Estado de 1973.

Los tres generales de las Fuerzas Armadas y el de Carabineros abolieron la Constitución y se auto proclamaron los representantes de Poder Ejecutivo, Legislativo y, en rigor, del Judicial.

Sin embargo, por la aguda crisis de credibilidad de la dictadura se hizo necesaria la creación de su Constitución. Aprobada en un plebiscito, carente de garantía alguna de imparcialidad, se presentó como la legitimación institucional de la dictadura.

Creada à la carte para el poder dictatorial pinochetista, más como si fuese su programa de gobierno, sin participación ciudadana, esta Constitución recoge la quintaesencia de la dictadura; en ella se plasma el encaje autoritario del régimen con su proyecto socioeconómico ultraneoliberal, inaugurando en el mundo esta corriente económica.

La Constitución de Pinochet está impregnada de una ideología ultraconservadora; su génesis es autoritario; está colmada de obligaciones y escasa en derechos viables, consagrando una democracia vigilada; blinda su involución al exigir quórum del 4/7 de los parlamentarios; y concebida en dictadura irremisiblemente la vacía de legitimidad.

El porqué de esta dilatadísima convivencia posdictatorial (27 años) con la Constitución de Pinochet, hay que buscarla en los albores de la transición a la democracia. En efecto, para derrotar la dictadura la estrategia política de los demócratas fue usar su constitucionalidad. Ésta fue la pieza política maestra que permitió la derrota del dictador minimizando al máximo la violencia y el trauma social: fue vencido usando sus propias reglas de juego.

Se ha requerido de una ingeniería política de enorme precisión quirúrgica para llevar adelante una transición a la democracia supeditada a la Constitución de Pinochet. El esfuerzo de los demócratas ha sido notable en estos 27 años que merece dignificarles, porque un análisis concluyente desapasionado arroja un resultado favorable: la gobernabilidad ha sido posible y, los más importante: se ha puesto en marcha e instalado en el discurso y en la agenda política la gradual consolidación de un Estado solidario que se preocupa de que la repartición de la riqueza y del poder sea lo más justa posible; una cuadratura de círculo (casi) imposible por la vigencia de la institucionalidad de la dictadura. El coste político por esta convivencia forzada con la Constitución de Pinochet, irremisiblemente, ha contribuido a desacreditar la democracia.

A pesar de las modificaciones antiautoritarias (147) que se le ha aplicado, la Constitución de Pinochet ha terminado transformándose en una muralla china contra toda reforma estructural que intenta cambiar parámetros fundacionales del ancien régime dictatorial. Así lo demostraron las enormes dificultades constitucionales que sufrió el gobierno reformador de Michelle Bachelet.

El dictador ya ha muerto, pero la esencia de su dictadura consagrada en su Constitución está en plena vigencia: es un golpe de Estado permanente contra la plena democratización de Chile.

Para continuar avanzando en la consolidación de un Chile solidario que institucionalice derechos sociales garantizados y una repartición equitativa de la riqueza y del poder, hay que jubilar la constitucionalidad pinochetista.

Si para poner fin a la dictadura las fuerzas democráticas progresistas fueron capaces de unirse contra el dictador, derrotándole, nada impediría unirse nuevamente para un objetivo tan necesario como el de entonces: la democratización de la institucionalidad del Estado chileno con el diseño democrático de una nueva Constitución; proceso ya en marcha por la Administración Bachelet que un nuevo gobierno progresista debe culminar.

Éste es la opinión de la gran mayoría que votó el 19/11 en la primera vuelta de la elección presidencial: uniendo el voto fragmentado de las fuerzas progresistas, el 55,43% pide más reformas que cambien el sistema que se heredó de la dictadura.

Si los líderes progresistas no se unen para el balotaje, defraudando a esa gran mayoría, que sus dioses (y la historia) los pillen confesados.

 

Por Jaime Vieyra Poseck                                                                                                                                                       Antropólogo social y periodista científico

 


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