La crisis financiera me tiene ‘chato’. Prendo el televisor, busco un dial de noticias en la radio, voy a la panadería o en el bus que me lleva cada semana a hacer un trámite. ¡Todo es culpa de la crisis!
No estoy seguro si me tiene más agotado la farandulera televisión chilena que llena sobre el 70 por ciento de sus espacios con la última ‘copucha’ del desfile que hizo una tal Coté o este temita que es abordado por analistas de economía que con una desfachatez impresionante no hacen mención al fracaso de un sistema que nos han vendido en las últimas décadas, sobre todo cuando la larguísima Guerra Fría vio un ganador con la caída del Muro de Berlín.
El sistema nos vendió un cuento que ahora se desploma, pero curiosamente, como al tiempo que se imponía nos iban despojando de la capacidad crítica y -me arriesgo a afirmar-, incluso de pensar, ahora nadie cuestiona que el origen de lo que vive el mundo desarrollado es producto de un sistema voraz que impone el “sálvese quién pueda” como forma de relacionarse, o dicho de otra forma el “individualismo salvaje” como una lógica inapelable.
Y aunque la historia nos ha demostrado que la teoría del complot es mucho más real de lo que deseamos reconocer, seguimos pensando que este tipo de situaciones es resultado de algún maleficio que nos ha caído o de la mala suerte y tendremos que sufrir calladitos mientras con el sacrificio de todos podemos salir adelante.
¿En las cuentas de quién están los miles de millones de dólares de los años de auge? ¿Quiénes seremos los que tengamos que apretar el cinturón y estrujar las billeteras con este momento económico mundial? Momento que durará no menos de tres años según la experticia más optimista (esto en febrero o marzo), aunque en las últimas semanas el terror no era tal. ¿Nos hemos preguntado en qué se invirtió el dinero de las ganancias de las grandes transnacionales y las grandes empresas del mundo? Claro está que no fue en la generación de empleo. Porque una vez expulsada la gente, ya podemos superarla.
Haciendo un análisis alegre, he visto cómo se llenan los galpones de la Peugeot, la Coca Cola, Caterpilar, y ni hablar de la empresa armamentista o tecnológica, con máquinas que hacen el trabajo de por lo menos diez operarios que ahora están sin trabajo. Producto del sudor de tanta gente que se fue a la casa agotada, sin tiempo ni el ingreso suficiente para educarse y crear los nuevos puestos de trabajo que prometía este sistema.
Pero ahora nadie responde por este cuento inventado e impuesto. Por esta pomada que nos vendieron para aliviar el cáncer. Aunque no nos hagamos los de la vista gorda por comernos enteros los bocados de este amargo alimento. Sin masticar, uno pasa la comida y no la procesa. Aceptamos callados y ahora sufrimos gritando.
Dicho de manera directa: Millones de personas asistieron a los talleres y las fábricas a generar el ingreso que le permitiría a los dueños despedir a los futuros empleados que ahora se quedan sin empleo. El sistema no funciona y el mundo se acopla. Ahora las súper potencias del mundo lloran la escasez y, obvio, quienes tendremos que alimentarnos de sus lágrimas seremos los de siempre.
Para mí el pánico por la escasez no es tal: Nunca he tenido ni ha sido mi objetivo en la vida tener. Igual me he de rebuscar y correr a donde pueda generar el ingreso que me permita subsistir. Sólo que mis fuentes de ingreso se verán restringidas, pero no porque no exista el recurso para contratar mis servicios, sino por un miedo imperante e impuesto, que nubla la vista y atrofia la capacidad de luchar en equipo.
Pero, en definitiva ¿No somos causantes de nuestro propio destino? Se cosecha lo que se siembra y no se puede tener lo que no se cultiva. Nuestra sociedad no es generadora ni de esperanza ni de solidaridad. Y así vagamos, en esta crisis o en otra, buscando cosas que las cosas no nos pueden dar.