¿De qué nos sorprendemos con el caso penta si la corrupción de la clase política y su alineación con la clase dominante es algo que se conoce hace mucho, casi como una verdad irrefutable? Desde tiempos inmemoriales que la clase política chilena ha estado con las «manos sucias» y la “democracia” sólo ha servido para utilizar a las masas y legitimar sus vicios. Basta decir que en 1860 ya existían registros de cohechos y compra de votos, práctica que se extendió y profundizó en la época parlamentaria. Quizás el único periodo en que la corrupción pudo haber estado reducida, fue él que va entre 1925 y 1973, y esto se debe a que los políticos de aquella época tenían (o al menos intentaban tener) una ética fundada en principios éticos sociales. Sin embargo todo quedó en nada cuando llegó la dictadura, dicha época apagó toda luz de probidad y proporcionó impunidad total. Mientras que el robo de pobres era altamente castigado, el robar a manos llenas ostentando un cargo público se constituyó como una práctica aceptada entre las altas dirigencias. Recordemos, por ejemplo, el contrabando de armas que se llevó a cabo por generales del ejército para limpiar dinero del erario o cuando el mismísimo Pinochet traspasó recursos públicos a sus cuentas bancarias del extranjero.
Se acabó la dictadura y para sorpresa de algunos, la corrupción no cesó. Las diversas “leyes de amarre”, que evitaban toda sanción a la corrupción, y los elevados privilegios a la clase política que dejó Pinochet, propició un ambiente cómodo para que la nueva clase política (concertación) se adaptara sin mayor problemas.
La característica principal de la corrupción post dictadura es la delicadeza con que se practica, en la mayoría de las veces a través de terceros y jurídicamente respaldada, el método más habitual es la desviación de recursos públicos por medio de proyectos que son adjudicados a empresas particulares pertenecientes a políticos, o también el financiamiento de empresas privadas a políticos, ya sea a través de boletas o facturas falsas a terceros (familiares, amigos, empleados, etc). Curiosamente, exactamente lo mismo que está ocurriendo hoy en el caso Penta, se vivió hace más de 10 años en los casos MOP- GATE y Coimas, en aquella ocasión diversas autoridades de gobierno como un subsecretario, un ex ministro, un ex jefe de gabinete, entre otros, recibieron un pago del empresario Carlos Filipi para que se aprobara la operación de una planta de revisión técnica. Al poco tiempo después el Presidente (PPD) de aquel entonces, R. Lagos, y el presidente de la UDI, P. Longueria, firmaron un acuerdo para legalizar dichos actos de corrupción y sobresueldos, lo cual buscaba poner “paños fríos” a los últimos escándalos políticos y cubrir con un manto de legalidad dichos delitos, lo titularon “acuerdo para la modernización del Estado”.
Hoy en día presenciamos como están siendo investigados empresarios que ya han reconocido cohecho y una cantidad importante de gobernantes: un ministro en ejercicio (DC) por una factura recibida a través su fundación, un ex subsecretario (UDI) por haber recibido a través de familiares y en el ejercicio de su cargo boletas por más de 40 millones de pesos, un ex precandidato y un ex ministro de la nueva mayoría por recibir 20 millones al realizar una “charla almuerzo” y diversos senadores, diputados, militantes y ex candidatos de la UDI por recibir, en conjunto, más de 700 millones por medio de terceros. La formación en corrupción comienza temprano, ya que ni siquiera las nuevas generaciones de estos partidos se salvan de ella, vemos así como Felipe Cuevas, presidente de la juventud UDI, también se sumó a la lista de los que pedían el “raspado de olla” correspondiente, evidentemente todos aluden estar dentro del marco legal vigente.
Al conocer la historia de Chile, podríamos asegurar que la solución política a este problema será legislando para regular estas prácticas, mientras que la solución jurídica-punitiva, será dejar sin sanción efectiva a la gran mayoría de los involucrados, y quizás alguno, el que tenga la red de influencias más acotada, con el menor capital cultural, social, económico y político (Bourdieu, 1980), tendrá que pagar de manera ejemplificativa el acto socialmente condenado, lo que en ningún caso significará cárcel, sino penas pecuniarias o limitación a su libertad de desplazamiento.
Ergo, cabe preguntarnos ¿por qué en Chile siguen sucediendo estas faltas a la probidad? La respuesta es clara y está en la ética de la política pública. Chile ha desarrollado a lo largo de su historia una cultura de corrupción e irregularidades que se ha fortalecido en los últimos años. En palabras de Max Weber hay una ética basada en el “relativismo” (Weber, ensayos de sociología contemporánea, 1985), la cual se manifiesta adaptando el discurso a la conveniencia coyuntural sin seguir principios, llegándose así a situaciones que incluso pudieran ser contradictorias desde un prisma ético público (mas no políticamente), tal es el caso del acuerdo entre Lagos y Longueira en el 2003, con esto se quiere dar a entender que hay ciertas circunstancias, como la corrupción en este caso, que no se puede erradicar sino simplemente “regular”.
Como podemos darnos cuenta, tanto la derecha como nueva mayoría han estado y están al servicio de la clase dominante, hoy más que nunca se ha vuelto a demostrar. El posicionamiento de la “ética relativista” en la política se debe mayoritariamente a que nuestro país se ha sujeto completamente a los valores neoliberales que exaltan otros principios facilitadores de la corrupción, como el individualismo, el acaparar riquezas, la desigualdad social y el éxito económico como fin social supremo. En palabras de Orellana Vargas “de esta manera la economía neoliberal como ideología predominantes crea un marco social valórico que exalta lo que en la tradición ética son considerados como desvalores” (Crisis de la Ética Pública, 2007).
Las oportunidades para enmendar los errores han sido demasiadas, sin embargo la respuesta del sistema siempre terminan privilegiando a unos pocos, adaptando los actos de la elite a lo jurídico y con eso exculpándolos. Sin embargo, como esperanza a quienes vemos con frustración todo esto, ha quedado en evidencia que la ciudadanía se está cuestionando los límites de lo permitido, lo que podría haber sido “normal” hace algunos años hoy es repudiable, hoy los valores de una correcta ética pública están despertando desde abajo, con un discurso dirigido a tener políticos independientes del poder económico, que entiendan que la política está para servir y no para ser servidos.
Nos corresponde a todos y a todas refundar la política en valores sólidos y sociales, donde la ética pública se sustente en la responsabilidad y principios transversales, dejándose de lado todo tipo de impunidad. Que quienes tomen las decisiones en nuestra sociedad pongan por delante el bien común, el interés colectivo, entendiendo que su beneficio personal queda excluido toda vez que se reviste de autoridad pública.
Ahora bien, para que esto se concretice ciertamente no es tarea fácil, debemos comenzar abriendo nuestro espectro y entendiendo que “hay vida” más allá de las dos grandes coaliciones que tanto daño le han traído a Chile, rompamos los viejos paradigmas de la «clase política”, constituyéndonos por primera vez como una democracia en que estemos todos y todas, confiemos en nosotros, en los no privilegiados, que en este nuevo ciclo sea la ciudadanía la empoderada y la que realice los cambios necesarios para Chile, con caras nuevas e ideas limpias de todo vicio. Entonces cuando nos preguntemos ¿por qué en Chile siguen sucediendo estas faltas a la probidad? debemos saber que el problema no está sólo en ellos, parte importante del problema está nosotros que no queremos creer que la solución también pasa por nuestras manos, algo que ellos, evidentemente, no quieren que creamos.