A falta de revoluciones al estilo del siglo XX, en las que muchos creímos (y en las que todavía varios creen), de pronto comienzan las grandes revueltas en el mundo árabe contra regímenes corruptos, totalitarios y criminales. No todo lo que esos regímenes hicieron fue malo, claro, como diría alguien sensato y razonable (al estilo de los que aquí en Chile dicen que no todo fue malo en la dictadura de Pinochet): de algún modo colaboraban con la modernidad norteamericana o rusa (ex soviética) a través del petróleo o lisa y llanamente del “préstamo” de partes de su territorio para bases militares de ambas potencias. El gran fantasma era la democracia al estilo occidental y ese fantasma, luego de la caída de los “socialismos reales” y de las invasiones yanquis a Irak y Afganistán, se transformó en una exigencia por parte de “las naciones civilizadas”, pero también de muchos de los “súbditos” de las naciones de ese mundo que sinceramente creían que eso era mejor que nada y se rebelaron. A esas rebeliones se las llamó las Primaveras Árabes.
Entre quienes se rebelaron había estudiantes de izquierda y de centro, musulmanes integristas y moderados, partidos socialistas, comunistas, cristianos, conservadores y de un cuanto hay. Pero esa heterogeneidad que, al principio, sonó como una garantía contra cualquier deriva de tipo religioso-integrista, finalmente fue aplastada por los leviatanes de siempre que sacan las castañas con la mano del gato. Y en vez de la Consagración de la Primavera se pasó a la Decepción de la misma. La más flagrante de las decepciones fue la de Egipto donde, aparte la alternativa entre un ex miembro del antiguo régimen y un miembro de los Hermanos Musulmanes, los militares usurparon la soberanía y el poder constituyente del pueblo (y paradójicamente son una especie de “garantes” de que Egipto no se transforme en un nuevo Irán), pero la más horrorosa fue la de Libia donde, aparte del linchamiento espantoso de Khadafy, se instaló un régimen islámico al que ni siquiera se le pasó por la mente la posibilidad del ejercicio de la soberanía popular. Como se ve, se suelen hacer las cuentas demasiado rápido y el optimismo con el que se las hizo finalmente se derrumbó.
Ahora estamos frente al espectáculo de la guerra civil en Siria y lo digo así porque seguimos en la “sociedad del espectáculo” de la que hablaba Guy Debord en los legendarios 60’ del pasado siglo. Porque dicho conflicto se ve tamizado por las estúpidas hordas integristas que asesinan e incendian —en nombre de Dios— a causa de un video —torpe, estúpido o sencillamente malo—, pero con todo el derecho a existir. He ahí el espectáculo: durante 48 horas la prensa mundial informó que el film era de un tipo (que finalmente no existía) financiado por cincuenta judíos, ¡y con esta amalgama, en 48 horas, tuvimos listo el incendio global! Por eso no está de más recordar cuando en los 80’ del recién pasado siglo los integristas cristianos de monseñor Lefevbre (e imagino más de un Opus Dei) quemaron un cine en Paris (donde hubo dos muertos y varios heridos) porque exhibían la película ‘La Última Tentación de Cristo’ (filme, por lo demás, malísimo, y que no le hacía para nada justicia a la extraordinaria novela de Kazantzakis), luego del llamado papal —en nombre de Dios— a condenar dicha película (y a quienes la vieran).
Finalmente la intolerancia, los intereses de las grandes potencias, la indiferencia de muchos, la estupidez de otros, la manipulación, el cálculo y la hegemonía del género económico han terminado por sepultar la Consagración de la Primavera (sí, la misma que musicalizó Stravinsky a principios del siglo XX, sin saber la enorme carga simbólica que tendría al comenzar el siglo XXI) y dar paso a lo que podemos llamar la Decepción de la Primavera.
Por Cristián Vila Riquelme
Escritor, Doctor en Filosofía por la Universidad de Paris-Sorbonne y académico.