Bastó que 34 flamantes constituyentes de la Vocería de los Pueblos, en un claro ejercicio democrático, trasparentaran sus posiciones con una declaración donde se reclaman del “poder constituyente” y de la fuerza popular originaria que dio paso a la reivindicación histórica de Asamblea Constituyente y, por lo tanto, “a no subordinarse al acuerdo del 15 de noviembre de 2019″, para que 91 figuras de la llamada “centro izquierda histórica” reaccionaran con una declaración contraria. En esta, los 91 signatarios salen en defensa del denostado Acuerdo político por la Paz y una Nueva Constitución firmado entre cuatro paredes por parlamentarios del oficialismo neoliberal y de Oposición (PS, DC, PPD, PR, CS, PL). Acuerdo del que se restaron el Partido Comunista y el Partido Humanista.
La Declaración de los 91, en un tono de agresividad latente, defiende los poderes constituidos, en crisis de legitimidad. Prefieren soslayar la erosión de legitimidad de las instituciones resultado de la corrupción y de una toma de consciencia popular en un marco de precariedad vivencial. No quieren reconocer las razones de la Rebelión popular y democrática del 18/O. Ni menos condenan la aberración histórica de la que fueron testigos: que el presidente S. Piñera, contra toda razón republicana, le hubiera declarado la guerra a un pueblo que, supuestamente, él, debe gobernar … para bien.
En efecto, la declaración emitida por Mariana Aylwin, J.M. Insulza, Soledad Alvear, Carlos Abel Jarpa, Cristian Warnken, Andrés Velasco, Gutenberg Martínez, Ernesto Tironi, Ignacio Walker, Álvaro Briones, J.C Latorre, OG. Garretón entre otros, pareciera dictada por una suerte de resentimiento, lejano de la racionalidad política democrática. Dejemos bien en claro que el acuerdo del 15/N se “forjó” entre gallos y medianoche y sin consultar al pueblo, pudiendo hacerse… Y mientras que asambleas populares funcionaban en las comunas del país; los alcaldes se preparaban para hacer consultas democráticas, y el pueblo luchaba en plazas y territorios, en un país donde Piñera gobernaba de manera autoritaria y con violación flagrante de los Derechos Humanos e individuales. Fue un Congreso con 8% de aprobación, mientras los aparatos armados detenían, torturaban, violaban la vida y mutilaban los cuerpos que se firmó, a la pasadita, el Acuerdo de paz.
Los 91 firmantes ignoran a propósito que fue la movilización popular la que abrió los diques para que fuera posible un proceso constituyente real y no ese remedo caricatural como lo fue en el Gobierno de la Nueva Mayoría con Bachelet (de “centro-izquierda” y neoliberal). Y después de años, en que los poderes constituidos de la institucionalidad vigente fueran impotentes. Incapaces de concretar la aspiración popular de Constitución democrática para desembarazarse de la de Pinochet-Lagos. Con este contexto de fondo, la declaración de la “centro-izquierda” tiene el descaro de defender como legítimo lo que fue un vulgar coup de force del Congreso (Lawfare se le llama hoy) (*).Por supuesto, fueron los “representantes” del poder constituido quienes entre gallos y medianoche decidieron la realización del plebiscito, de la regla de los 2/3, de su libelo, además de la designación de la Comisión técnica por tecnócratas de partidos que cuentan con 2% de aprobación en las encuestas.
Las grandilocuentes declaraciones que invocan supuestos principios democráticos para justificar la falta de voluntad ante la necesidad de cambios reales, es lo que denunció el “no son 30 pesos fueron treinta años …”
A los parlamentarios no se les ocurrió que una pregunta legítima en el plebiscito debería ser: “¿Quiere Ud. poder elegir una Asamblea Constituyente libre, autónoma, soberana (que decida ella)? ¿Sí o no? Manipular, es precisamente eso: no ofrecer las alternativas posibles para que se exprese la voluntad ciudadana. Es ocultar alguna que es evidente como opción.
Fue ahí que la claridad emergió. Que el sentido común popular percibió la manipulación patente. Que nació la consciencia para elegir a los 34 de la Vocería de los Pueblos y otros más de la Lista del Pueblo para redactar una nueva Constitución. No con los mismos de siempre — léase los 91 de “centro-izquierda”. Y fue esa misma consciencia que le negó el voto a partidos que como la DC eligieron un solo delegado a la Convención constitucional; y que figuras como Mariana Aylwin y los constitucionalistas estrellas de la Democracia Cristiana como Patricio Zapata y Jorge Correa Sutil no fueran elegidos por la ciudadanía. Debe doler. Por ahí respira la Declaración de los 91.
Hay una violencia simbólica manifiesta en la Declaración de los 91 de la autollamada centro-izquierda. Un tufo de elitismo y de resentimiento de clase innegables ante la emergencia de actores y movimientos sociales populares, del pueblo mapuche, feministas, de trabajadores, anticapitalistas y ecologistas que se proyectan como sujetos políticos salidos de las luchas y que estarán presentes para legitimar ese espacio de debate constitucional que necesariamente desbordará e irrigará la sociedad con sus posiciones, muchas veces en pugna abierta. Basta con mirar los nombres para percibir un viejo mundo que se desmorona, también presente en el recinto. Pero, no obstante, la Declaración de los 91 “centroizquierdistas” (entre ellos muchos neoliberales camuflados) tiene un efecto positivo: permite ver cómo se posicionan los actores del mundo político. Ayuda a identificar las tesis que estarán presentes en los debates, donde los clivajes temáticos, de intereses y los orígenes de los conflictos serán evidentes.
Además, es una concepción totalitaria de la democracia hacer creer que se tiene el monopolio de la verdad solo por afirmar que “las reglas las dicta el Congreso”, y que por eso “no se cambian”, como dice el militante liberal y convencional Agustín Squella.
Esas distintas miradas que aparecen se cristalizarán en posiciones o tesis. Y las hay. Y es sano que así sea, y que se argumente al calor de las contradicciones. No es la política del consenso dialogado ni del viejo contractualismo liberal del siglo XVIII que hace creer que “somos todos iguales” y que nos vamos a entender para hacer la “casa común”. No. De lo que se trata es de aceptar que el conflicto político es parte de la existencia democrática en una sociedad donde el poder económico, determinante en una sociedad, se encuentra concentrado en las manos de una oligarquía empresarial que hoy gobierna con Piñera y que en el plano de la devastación ecológica es la gran responsable. Y que ese poder económico ha jugado un rol desmesurado en la configuración política del Chile pos-dictadura y en la Constitución por cambiar.
Entonces ¿por qué ocultarlo? Lo que sucede es que el viejo ethos político propio de una casta política los obliga a utilizar la retórica de la “democracia dialógica” y los acuerdos como medio para ocultar los debates de fondo. Es la cultura de la opacidad, que devenida un reflejo pavloviano determina que los 91 actúen desde una especie de — cabe repetirlo — resentimiento decadente (de los que se sienten debilitados en el ejercicio del poder y que reaccionan ante un nuevo poder emergente con más vida, diría Nietzsche) en el que no están lejos de amenazas contra el ejercicio del derecho del pueblo a manifestar mientras los constituyentes sesionan.
Negar la existencia de intereses divergentes y opuestos entre clases sociales, géneros, pueblos/etnias es lo propio del discurso del liberalismo patriarcal que ha sido hegemónico en Occidente, y propio del parlamentarismo capitalista. Discurso de un poder que es cada vez más más cuestionado desde la práctica de la democracia directa, como de la teoría democrática, como desde los pueblos originarios y de las reivindicaciones específicas de las mujeres. Los sectores aristocráticos y las castas políticas siempre han reaccionado con conatos de amenazas ante el “escándalo democrático” que para ellos significa el “poder plebeyo”. El “demos”, que no solo está para votar, sino para redactar las leyes de la Polis. Tal fue el escándalo que inauguró la democracia en Grecia en el –IV en Grecia Antigua. La paridad es un avance histórico evidente… 25 siglos más tarde … Gracias a las movilizaciones del movimiento de mujeres y feministas (desde la Revolución Francesa ha sido chic et de bon goût que las constituciones las redacten los hombres con fortuna y abogados).
El momento constituyente transparentado por el manifiesto de la Vocería de los Pueblos es un momento de verdad. Es mostrar el país real, las desigualdades profundas en salud, educación y pensiones. Es reconocer los conflictos de clase, de género, ambientales y las contradicciones que hoy atraviesan la sociedad. Esos condicionantes del debate y sus contenidos deben salir fuera del recinto del Palacio Pereira y difundirse en la Sociedad entera. Escándalo hay porque a los que se les había mantenido alejados de las riendas del poder; sin tomar parte en el debate entre los miembros de la casta, hoy irrumpen en la política y en el debate acerca del poder y las formas de ejercerlo. Y al hacerlo plantean las condiciones reales en que se instala el problema de la distribución y del control del poder.
Habrá que reconocer que el problema no ha sido zanjado: que hay dos fuentes de legitimidad. Y que los y las actores políticos se están posicionando al respecto. Que los constituyentes de la Vocería de los Pueblos se declaran mandatados (vinculados por un mandato y no representantes de una soberanía abstracta) por organizaciones populares y de trabajadores, por sus demandas de justicia social, de género, de pueblos, y climática.
La investigación histórica venidera demostrará con detalles que fueron las movilizaciones populares, tras la Rebelión de los torniquetes y el más de un millón 250 mil ciudadanas y ciudadanos en las calles, transformados en multitud potenciada, la fuente originaria del poder constituyente para realizar la Asamblea Constituyente que había sido sistemáticamente ninguneada por los poderes constituidos desde la dictadura cívico militar de Pinochet.
(*) ver sobre el Lawfare del 15/N
Por Leopoldo Lavín Mujica