Al margen de todas las consideraciones, matices y variantes, el comportamiento político generalizado en las sociedades contemporáneas, pone en tela de juicio el valor real de la democracia, en cuanto la elasticidad de su expresión histórica, vulnera su sentido fundamental, solapa el colapso de su institucionalidad y deja expuesta su esencial grandilocuencia para referirse al poder político, con fachada de representación, participación o determinación popular, aunque el imaginario colectivo siga refiriendo con ella un “bien real y supremo”, sin percibir los espejismos que contiene.
Podemos abordar las sutilezas semánticas y sumergirnos en discusiones que van desde lo práctico político, hasta cuestiones, ideológicas, de intereses de clases y paradigmas epistemológicos. Sin embargo, lo que no se discute –y tiene sentido no discutir- es que en su significado abstracto, implica la posibilidad de participación de las mayorías, en procesos electorales que instalan personas y referentes político-orgánicos, que asumen roles protagónicos en la dirección del Estado. Desde esta abstracción y por falacia material, se ha llegado a extender su significado como “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Resulta interesante observar cómo se ha movido su alcance inclusivo, desde ser un declarado privilegio de elites, hasta extenderse como modelo de participación posible de todos los miembros de la sociedad. No obstante, ello no nos indica su robustecimiento, sino que nos proyecta, paradojalmente, hacia el centro mismo de su crisis histórica. Para visualizarlo, debemos comprender que representatividad, determinación y participación, aunque parecen conceptos que confluyen, pueden ser, en la realidad, completamente divergentes y además, relativos.
La dinámica de las fuerzas sociales contemporáneas, señala una alta probabilidad de que estemos frente al final de un modelo de evolución milenaria, cuya máxima sustancia espesa en la creación del Estado Moderno, proyectado en su dialéctica histórica y desde la hegemonía del imaginario de una elite dominante, entendida como la clase que concentra el poder, principalmente económico y político y que toma como concepto fundacional, su “operatividad democrática”; el derecho a la libre participación y el sufragio universal.
El actual proceso de globalización, si bien no aseguró el triunfo terminal del mundo capitalista, sí define un escenario muy lejano al del siglo XX, e inicia una nueva lógica de instalación y sostenimiento del poder sobre la marcha histórica, en especial en las sociedades que asumen los modelos de reingeniería neoliberal: cambia el tono de los procesos de transformación política de las sociedades, en directa dependencia de mecanismos de la realidad social, orientados hacia el bloqueo terminal de las vías reales de democratización, que alcanzaron importantes campos de influencia, durante el siglo recién pasado.
Conocido el peligro de las grietas que la misma institucionalidad ofreció como garantía de “Estado justo” y experimentada la posibilidad de erosión del poder dominante, a través de ellas, y tras la última mitad del 1900, la institucionalidad jurídica y los poderes fácticos, asociados a la burguesía, aprendieron notablemente la lección: a partir de propiedades esenciales de la misma sociedad capitalista, es posible organizar nuevas estrategias de manipulación: tanto el patrón dominante de acumulación de la riqueza, como el del conocimiento y la tecnología, decantan en el perfeccionamiento de los aparatos de control político e ideológico y en la regulación de las prácticas políticas de las grandes mayorías, que si bien mantienen y hasta aumentan su derecho a participación, experimentan una notable constricción histórica, al mero plano potencial y teórico-jurídico de ella. Por otra parte, se diluyen y fragmentan los espacios de expresión de los pocos sujetos capaces de someter a juicio crítico la realidad y de conducir dicho juicio hacia la articulación de propuestas políticas eficientes y efectivas de los intereses de estas grandes mayorías de pertenencia, cuyos miembros viven un poderoso proceso de desagregación y de disociación entre conciencia y realidad, perdiendo de vista el control sobre su propia construcción esencial de ser humano, que sucumbe ante las condiciones y demandas de las fuerzas de opresión, que determinan su cotidianidad; le articulan la armazón representativa de su condición concreta en el mundo, más todo el imaginario sobre su posibilidad: la alienación se manifiesta, ya no como un simple resultado de hecho, sino que además, como un objetivo claro y fundamental para la dominación.
El escenario del ejercicio democrático es reconfigurado hacia nuevas líneas prácticas troncales, entre las que podemos citar, a lo menos, algunas que me parecen fundamentales: la cupularización de la política; la atomización orgánica de los sectores que amenazan el poder de las elites del capital; la disociación del campo popular; el endeudamiento sistemático del ciudadano y la política asociada a estrategias de mercado o la mercantilización de la lucha política. Cada una de estas líneas, entre otras, es implementada a través de complejos conjuntos de medidas, sistemáticamente diseñadas.
El poder dominante quiere la contienda en un escenario donde sus ventajas comparativas sean evidentemente favorables a su expresión socialmente minoritaria. Esta nueva configuración busca que la dinámica de la lucha electoral por el poder, que se llegó a extender a un amplio campo de participación ciudadana, se contraiga en participación y por libre voluntad, a niveles similares a los del comienzo del Estado Moderno, cuando nada de esto se constituía en derecho; cuando las mujeres no tenían opción al voto, cuando los obreros eran analfabetos, cuando no existía ninguna garantía laboral, etc.
Nos enfrentamos a una subversión declarada del significado esencial del concepto de “democracia”. Aunque tal vez no sea más que su desnudez total; tal vez sólo se le cae la máscara; se evidencia lo que siempre ha sido y siempre ha ocultado, porque lo cierto es que, cada vez que este mecanismo, cuya alma radica en el sufragio universal, coloca en crisis el control de la burguesía, invariablemente, ésta legitima el uso desprejuiciado de la violencia política, a fin de recuperar las posiciones perdidas. Pero esto parece ser evidencia sólo para quienes abren los ojos bajo el alquitrán, porque hoy es también el espejismo, la ilusión, la fantasía; es la disociación entre legitimidad participativa y participación; entre representados y representación. Hoy, es la transformación del sistema electoral -por abstención voluntaria- en un mecanismo de legitimación de las minorías como fuerzas determinantes de la marcha histórica. Siempre lo ha sido, pero hoy su esencia se radica en la paradoja de ofrecer la participación de todos, con la participación de nadie, por decirlo en términos extremos.
Lo que expreso no es más que una enunciación; es sólo un relámpago; es un sencillo destello de luz sobre los cerros, en una noche de tormenta. No es el Sol del día que ilumina, sino un fugaz resplandor sobre los contornos de una realidad que hay que detenerse a observar con todo detalle y responsabilidad, porque hoy las contradicciones deben ser re-identificadas en sus deslindes: tanto la globalización de la economía como el acceso a la información y su control centralizado, han generado impactos en la realidad social, que no se pueden pasar por alto. La explosión tecnológica y la digitalización, reconstituyen la base objetiva y antropológica de la realidad, tanto en su naturaleza como en su dinámica. La viabilidad biológica de la humanidad, enfrenta nuevos escenarios y condiciones en que se transforman los puntos de convergencia de diferentes, múltiples y mayoritarios sectores que habitan distintos espacios sociales. La disputa por el futuro se torna un imperativo de sobrevivencia de la humanidad y trasciende transversalmente hacia una realidad que fundará las bases de un nuevo internacionalismo en la conciencia de los dominados; en la nueva dialéctica de la historia, frente al interés antagónico de la extrema acumulación y sus tentáculos de dominación.
“Chile concluye hoy su transición”….eso es lo que suena; lo que se escucha. Tal vez tiene sentido. Sería bonito que fuera cierto. Es de algún modo una oportunidad. Pero es una oportunidad abierta: es una oportunidad cuyo signo de ganancia no está garantizado para nadie. Diría que está más garantizado para seguir siendo lo de siempre, pero queda la posibilidad de que la gran mayoría postergada, maltratada, marginada, castigada y siempre funcional a la acumulación creciente del capital que le avasalla, sea capaz de rearticular su conciencia, desmarcarse de la manipulación y ocupar realmente los espacios electorales, pero con la clara conciencia de que no es ésta la madre de todas las batallas, porque ese campo será incendiado por la minoría derrotada, en su momento preciso, como siempre lo ha hecho, sin embargo, no se ve como un escenario que no se tenga que abordar, dada la determinación de una particular circunstancia histórica.
Los que no pertenecemos al poder hegemónico de hoy y que somos los más, tenemos la tarea de copar todos los espacios posibles de la institucionalidad, pero también tenemos que reconstruir lo esencial: debemos volver a armar los nodos necesarios de la red del poder popular, con la clara conciencia de que hoy, la institucionalidad política es lo que es y nada más que eso: es el juego del sufragio universal que se ha tornado trinchera formal del blanqueo de las prácticas totalitarias de esas mismas poderosas minorías transfiguradas cuyos márgenes siempre serán aquellos que mantienen el orden establecido y que asegura el poder en manos de una elite con privilegios bien definidos.
Chiloé, enero de 2018.