A esta altura, sería una ingenuidad pensar que en Chile hicimos una transición a la democracia. Ahora nos damos cuenta del capricho de algunos presidentes de ver consolidado este proceso con los cambios superficiales o cosméticos realizados al sistema político, económico y social que nos dejara definido y consolidado la Dictadura Militar. Luego de dos décadas de espera, lo cierto es que nuestro país vive bajo un régimen con expresiones paralelas de autoritarismo y soberanía popular, pero que no puede clasificar de plenamente republicano si se considera que sus instituciones están maniatadas por los partidos políticos, los grandes grupos económicos y, desde luego, por una política exterior sumisa a los dictados de las grandes potencias, especialmente por lo que nos indica Estados Unidos, potencia que nos considera un dilecto aliado en América Latina.
Nuestro sistema de elecciones populares le niega el sufragio a los chilenos que viven en el exterior y, los que pueden votar, somos sometidos a un sistema binominal que limita las posibilidades de escoger entre opciones que sean realmente distintas. Al mismo tiempo, esta condición perpetua la existencia de partidos añosos y sin arraigo popular, que no practican la democracia interna y buscan eternizar en los cargos públicos a sus mandamases y lacayos. Para colmo, las cúpulas políticas han dispuesto ahora que sean las propias directivas partidarias las que nombren a los reemplazantes de quienes renuncien o fallezcan en el ejercicio de sus funciones. Así como recién han convenido extender el plazo que media entre la desafiliación de un partido y la posibilidad de postularse en elecciones como independiente o representando a otra colectividad. Y, como si fuera poco todavía, ya fue aprobada por el Parlamento la reforma electoral que le quita obligatoriedad al voto, como una forma de inhibir este ejercicio ciudadano, especialmente entre los más pobres del país, como siempre ocurre donde se hace laxa esta responsabilidad republicana.
Son los informes de la propia OCDE, así como otros indicadores internacionales los que nos señalan entre los tres últimos países del mundo de mayor desigualdad y con un porcentaje bochornoso de casi un 20 por ciento de pobres e indigentes. Ello comprueba que nuestro crecimiento económico (todavía más discreto en los últimos años) ha provocado que los multimillonarios sean cada vez más ricos gracias a los incentivos que el país les da a los grandes inversionistas en cuanto a ofrecerles tributos moderados y una mano de obra muy barata. Sabido es que los desniveles en el ingreso de las familias chilenas explican las profundas desigualdades educacionales, así como el incremento de la criminalidad, el narcotráfico y otras lacras extendidas por todo el país. Fenómenos que no se corregirán con la construcción de más cárceles, en un país que ya tiene los más altos registros de presos por habitantes en el mundo.
Se habla de una crisis estructural de nuestro sistema económico, pero las autoridades y los grandes medios de comunicación parecen ufanarse ante las informaciones diarias que señalan una creciente concentración económica estimulada por las gigantescas ganancias que exhiben algunos grupos económicos obsesionados por abultar el saco de sus consorcios con empresas de todo tipo. Ello, sin considerar que las mayores utilidades las siguen disfrutando las grandes compañías transnacionales que siguen vaciando nuestros yacimientos y redituando recursos que emigran al exterior.
Hace rato está asumido por la ciencia política que la democracia se denigra en el desinterés popular y el cohecho que se vale de la pobreza y la ignorancia. Realidad que en nuestro país se agrava con la falta de diversidad informativa derivada de la extranjerización y concentración de los medios de prensa y radiales, así como del muy desigual acceso a Internet y la degradación de los contenidos de la televisión. Restricciones a la libertad de prensa que en algunos casos han empeorado en relación a las graves censuras impuestas por el Régimen Militar.
En materia de Derechos Humanos los avances no pueden soslayar el abuso cometido en los procesos judiciales contra los mapuche, en la aplicación de la ilegítima Ley Antiterrorista, el uso de testigos anónimos, la delación “bien compensada” y la tortura ejecutada sistemáticamente para arrancar falsos testimonios. En la pavorosa represión policial, asimismo, que se sigue descargando contra los vendedores ambulantes, los estudiantes y quienes concurran a las calles a expresar sus demandas ahogadas por la prensa uniformada. Mientras que los actos reiterados de corrupción de políticos y militares gozan de fueros especiales que entraban la acción de los jueces dignos.
Toda una situación que después de dos décadas ya no tiene el ánimo de ser corregida por nuestros gobernantes y parlamentarios que, desde La Moneda o el Poder Legislativo, atizan el fuego verbal, hipócrita y mediático entre unos y otros. Dirigentes mediocres y descompuestos, de oídos sordos a la frustración del pueblo y el profundo desprecio que la inmensa mayoría del país les señala en sus propias encuestas y sondeos de opinión. Todo lo cual indica –como en otros tantos episodios de nuestra historia- que será fuera del sistema que nos rige donde surja la conciencia y la acción para superar la desidia de quienes en algún momento recibieron la confianza popular para lograr los cambios prometidos y nuevamente traicionados. Es decir, entre quienes se asuman como disidentes o no como simples opositores de los gobiernos de turno.
Por Juan Pablo Cárdenas
Premio Nacional de Periodismo 2005
Director de radio Universidad de Chile