Por Jorge Molina Araneda y Patricio Mery Bell
De acuerdo al historiador Gabriel Salazar (2019), siendo sujetos de derecho, desde 1600 hasta 1931 (año en que se sancionó el Código del Trabajo), los hombres y las mujeres del pueblo mestizo chileno pudieron ser abusados impunemente en todas las formas imaginables, incluyendo la violación, la tortura y la muerte. Debido a esta situación, vivieron, entre 1600 y 1830 aproximadamente, como vagabundos a pie y a caballo (los hombres), y en miserables rancheríos suburbanos (las mujeres abandonadas). No pudieron, pues, vivir ni en parejas, ni en pueblos. Se llenaron de niños “huachos” y no pudieron ser ciudadanos formales. Reprimidos en todas partes como “afuerinos y merodeadores”, como sospechosos y “enemigo interno”, intentaron convertirse en productores: campesinos, chacareros, pirquineros y artesanos. Como no tenían derechos, en esa condición fueron expoliados salvajemente por los propietarios, prestamistas, molineros, habilitadores, militares e incluso por los “diezmeros” de la Iglesia católica. Desesperados, muchos se fueron a los cerros y a la cordillera, donde se transformaron en colleras, gavillas, cuatreros y montoneros, que asaltaron y saquearon haciendas, fundos y pueblos enteros. El bandidaje rural chileno se extendió desde 1700 hasta aproximadamente 1940. Ni la policía ni el Ejército pudieron eliminarlos. De todos modos, por la presión excesiva, decidieron, desde 1880, emigrar a las grandes ciudades, las que cercaron con rancheríos y conventillos. La ciudad mestiza llegó a ser tres veces más grande que la “ciudad culta” de la oligarquía. Como ni en el espacio rural ni en el espacio urbano fueron integrados por una economía productiva en expansión (la oligarquía mercantil hizo abortar tres movimientos de industrialización en Chile), el “roto” rural o minero fue reemplazado y multiplicado con creces por el “roto” urbano.
Esto explica el hecho que, cada vez que en Chile se desató un desorden político institucional, las masas mestizas urbanas salieron de su periferia, invadieron y saquearon el centro comercial y a veces residencial de la ciudad. Así ocurrió en Valparaíso, en 1903; en Santiago, en 1905 y 1957, y en varias ciudades del país entre 1983 y 1987. En todos los casos protagonizaron una “reventón social” que remeció a nivel de pánico la institucionalidad política y la seguridad de la clase dirigente, y abrió procesos de cambio estructural que nunca maduraron del todo.
La presión del poder económico privado sobre la independencia de la política es ya intrínseco al capitalismo neoliberal, sin control democrático y a su libre albedrío. La hegemonía de este inconmensurable poder está compuesta de una élite ―un 1,01% de la población― que, según un estudio de la CEPAL de 2017, ratificado en otro de 2019, perpetúa que el 10% más rico concentre un 66,5% de la riqueza total neta del país, mientras el 50% de los hogares más vulnerables apenas recibe el 2,16%. El estudio de 2019 apunta, además, a que solo el 1% más rico es dueño del 26,5% del Producto Interior Bruto. Todos estos datos contrastados demuestran que una élite económica es, en términos absolutos, propietaria de Chile. Esta riqueza está concentrada, según un estudio de CIPER (2020), en dos grupos: los súper ricos, 140 individuos que tienen un caudal dinerario de US$150.000 millones; y los ricos, que son 1500 personas con una concentración de riqueza de entre US$5 y US$100 millones cada uno, con un total de US$ 120.000 millones. En conjunto el 1,01% de la población tiene US$ 270.000 millones (después de la crisis sanitaria mantienen US$ 250.000 millones); vale decir, un 32% de la riqueza privada total de los chilenos que corresponde a un monto de toda la producción de Chile en un año.
El impacto del modelo neoliberal sobre los derechos legales y económicos de los trabajadores ha sido una de las causas del movimiento social. Como los miles de manifestantes expresaron en las calles a lo largo y ancho de todo el país, los problemas son la herencia de la dictadura y la incapacidad del actual sistema político de transformar el modelo económico. Cuando los estudiantes chilenos saltaron el torniquete del metro, lo hicieron también por sus padres que trabajan turnos de 10 a 12 horas diarias, por sus hermanos que manejan una moto por las peligrosas calles de Santiago repartiendo comida para Uber Eats o trabajan turnos flexibles en Walmart, y por sus abuelos que reciben una pensión muy por debajo del salario mínimo. Los manifestantes exigen una pensión digna y ser escuchados tanto por los empresarios como por la clase política. No es solo sobre la desigualdad económica, pero el poder absoluto de los empresarios hace prácticamente imposible suprimir la desigualdad.
Bajo la dictadura cívico-militar (1973-1990), la imposición de un modelo neoliberal requirió desregular el sistema de las relaciones laborales, silenciar a los trabajadores y reducir el poder e influencia de los sindicatos. En 1979 José Piñera introdujo el Plan Laboral. El plan consistió en una serie de decretos leyes que limitaron los derechos de los trabajadores a formar un sindicato y negociar colectivamente. Se impuso una concepción individualista del trabajo y se destruyeron las bases de la acción colectiva y el poder sindical incluyendo la negociación colectiva, las atribuciones de los sindicatos, y el derecho a la huelga. Asimismo, la dictadura militar flexibilizó el contrato de trabajo, reforzando el poder de los empresarios para contratar y despedir trabajadores. La reforma laboral fue parte de las llamadas siete modernizaciones que privatizaron el sistema de seguridad social, la salud y la educación. En 1987, el gobierno militar impuso un nuevo Código del Trabajo, el cual aunque fue reemplazado en 1994, es la base del sistema actual. La erosión de los derechos laborales ha sido la piedra angular del sistema económico, una suerte de mantra neoliberal que sostiene la fantasía del “milagro” chileno y que ha agravado la desigualdad.
A partir de 1990, con el retorno de la democracia, las demandas de los trabajadores han sido constantemente pospuestas, y el movimiento sindical no ha tenido el poder suficiente para transformar el entramado legal heredado de la dictadura. Bajo la excusa de fortalecer el crecimiento económico, de atraer capital extranjero y de fortalecer los tratados de libre comercio, los políticos y economistas se han opuesto a introducir reformas laborales sustanciales. Para los empresarios, aumentar las protecciones laborales aumentaría el costo de la mano de obra. Cuando las organizaciones sindicales han solicitado un incremento del salario mínimo (al menos 23,3 por ciento de los trabajadores a tiempo completo gana el mínimo) o reducir la jornada laboral (una de las más largas entre los países de la OCDE), los empresarios y sus poderosos aliados políticos amenazan que no podrán producir y, por lo tanto, se verían obligados a despedir trabajadores. El año 2016, el gobierno de Michelle Bachelet prometió “emparejar la cancha” y aprobó una reforma importante del sistema de relaciones laborales. La reforma garantizó el derecho a huelga, una de las demandas históricas del movimiento sindical, y los índices de sindicalización han crecido (de 13 a 20 por ciento durante la última década). Sin embargo, de acuerdo a Juan Moreno, Presidente del Sindicato Interempresa Walmart Chile, aunque la ley garantiza el derecho a huelga, “Las represalias post huelga ya son un hecho habitual en nuestro país”.
Las enormes dificultades para reducir la jornada laboral ilustran la influencia del entramado neoliberal que rige las relaciones laborales en Chile. La jornada laboral chilena (45 horas) es una de las más largas entre los países de la OCDE, solo superada por seis países (entre ellos Rusia y México). En mayo de 2019, cuando se debatía una propuesta para reducir la jornada de 45 a 40 horas, el entonces ministro de hacienda, Felipe Larraín señaló que el Fisco perdería entre US$1.9 a US$2.4 millones y, por lo tanto, el proyecto era inconstitucional. En respuesta al proyecto original, presentado por las diputadas del Partido Comunista Camila Vallejo y Karol Cariola, el gobierno ofreció un proyecto de semana flexible de 41 horas que prometía equilibrar los tiempos de trabajo, familia y estudio. Sin embargo, la flexibilidad, diversos grupos de trabajadores han sostenido, abre la puerta a un sinnúmero de abusos y no protege contra los turnos largos, uno de los problemas del sistema actual.
Históricamente los dirigentes sindicales y los trabajadores han comprendido que la lucha no es solo para obtener reformas económicas o aumentar los salarios y beneficios, sino que también para cambiar un sistema político y económico que restringe los derechos de los trabajadores y entrega a los empresarios todo el poder en las negociaciones.
Durante décadas la derecha empresarial echó sus anclas en el inmovilismo político para perpetuar el statu quo:un capitalismo ultraneoliberal excluyente, elitista y autocrático que gatilló el Estallido Social de 2019. Su reacción postestallido, es el repliega en sus corrientes políticas más extremas para continuar en el inmovilismo político y seguir disfrutando de sus granjerías oligárquicas. La clase empresarial y los partidos de derecha están anquilosados ideológicamente, y no tienen receptores para entender la dimensión y la responsabilidad social que les compete para coadyuvar a crear una sociedad más justa e igualitaria. Es más, concibe la democracia como un sistema que estructura en una institucionalidad basada en la exclusión de los derechos sociales de las grandes mayorías, como parte fundamental de la filosofía neoliberal, es decir, la desigualdad es el combustible para que el emprendimiento individual se dinamice y la economía crezca.
Este darwinismo social es el que la derecha aplica en la elaboración de la relaciones sociales que determinaría el ordenamiento social.
En efecto, el darwinismo social sostiene que la supervivencia del más hábil y fuerte, en perjuicio del más débil y vulnerable, se produce por una selección natural en la evolución social humana. El más fuerte obtiene el poder por una selección natural irreversible que articula el ordenamiento de la sociedad y la distribución del poder, produciendo y reproduciendo un orden social basado en la desigualdad de raza, de clase social, de riqueza, etc.
El darwinismo social fue adoptado por la derecha política y económica y se ha usado para justificar el poder del más fuerte y poderoso contra el más débil y vulnerable en los siguientes ámbitos: la violencia imperialista; el aprovechamiento de los dueños del poder económico sobre las grandes mayorías sin poder alguno; el racismo supremacista; la discriminación del hombre contra la mujer, etc.
El cambio socioeconómico favorable para los vulnerables es, en cierta derecha chilena darwinista social, inviable. Bajo esta premisa, la injusticia social pertenecería a la condición humana y es inevitable. En rigor, el darwinista social es un dogma propio de una ideología totalitaria. Los lugares comunes como “siempre habrá pobres y ricos” o “los pobres lo son por flojos e incapaces” se fundamentan en el darwinismo social.
Los movimientos sociopolíticos después de la Segunda Guerra Mundial en Europa lograron desarticular el darwinismo social de la derecha de entonces, creando el sistema de justicia social más exitoso de los hasta ahora conocidos, la Sociedad del Bienestar, que no es otra cosa que la justicia social; vale decir, la repartición de la riqueza y del poder en forma equitativa.
Esta sociedad ―con apoyo político transversal en Europa― se construye con un sistema impositivo solidario progresivo para financiar y así garantizar los derechos sociales básicos en salud, educación, pensiones y vivienda de calidad y universales. Este Estado social, que elimina la visión social darwinista de las derechas decimonónicas, debe poseer entre un 35-45% del Producto Interior Bruto (PIB) para financiar y garantizar los derechos sociales.
El Estado del Bienestar ha creado riqueza, cohesión y paz social en todos los países desarrollados europeos.
Chile es uno de los países más desiguales del mundo y es la razón del estallido social, el cual reclama una sociedad capaz de institucionalizar la solidaridad repartiendo la riqueza en forma equitativa; una sociedad cohesionada, segura de su futuro y con paz social.
Un Estado social que garantice los derechos básicos es beneficioso para todos los agentes sociales, incluyendo la derecha política y económica. La justicia social es el valor agregado en el proceso productivo en las sociedades desarrolladas, a la que aspira Chile. La sociedad con justicia social posee estabilidad política favoreciendo la simbiosis entre economía, política y sociedad civil, otorgando calidad en cohesión y paz social.