El tema que estos días está concitando la mayor atención es la abdicación como rey de Juan Carlos de Borbón y el nombramiento de su hijo como Felipe VI, una operación que el régimen ha tenido que orquestar a toda prisa, forzado por los malos resultados de sus partidos (PP, PSOE y UPyD) en las elecciones europeas de mayo y el ascenso espectacular de la izquierda y del soberanismo vasco, catalán y gallego. Estas fuerzas han crecido al calor de la lucha contra los recortes en servicios públicos, por el trabajo digno y contra el poder de la banca privada y cuestionando las estructuras surgidas de la reforma del franquismo (la llamada “transición”), entre ellas la monarquía.
Es preciso recordar que Juan Carlos de Borbón fue nombrado sucesor por Francisco Franco, que fue capaz de aplastar, al coste de cientos de miles de muertos y 40 años de dictadura, la oposición de “rojos” e independentistas (o soberanistas) catalanes y vascos al carácter imperialista y explotador del Estado español. Fue por tanto un rey nombrado por Franco, que además fue quien lo educó desde adolescente en sus futuras funciones como jefe de Estado y en los valores que encarnaba su régimen. La monarquía fue una más de las herencias nefastas que el franquismo le legó a los pueblos del estado español.
El traspaso se está efectuando, de nuevo, como ya se hizo a la muerte de Franco, sin mediar consulta a la ciudadanía sobre el modelo de Estado. Y esto no es casualidad tampoco. En el estado español la República tiene un contenido nacional y de clase: las dos veces que se ha proclamado (en 1873 y en 1931-1936) ha sido un periodo pre-revolucionario y hoy su reivindicación es patrimonio exclusivo del soberanismo y de la izquierda y se asocia a los derechos de los trabajadores y los pueblos, incluso con el socialismo. De ahí la resistencia de la oligarquía española, esa misma que explota y expolia en Chile, a ceder en este aspecto que en las repúblicas latinoamericanas y en Estados de la región como Italia o Francia está plenamente normalizado y no es materia de disputa política.
En el estado español es costumbre además que el gobierno deje para el verano (que en Europa parte el 21 de junio) las reformas problemáticas o que sabe que pueden suscitar un amplio rechazo. Sabe que es una época en que es más difícil generar opinión pública y movilizar. A la coronación entre gallos y medianoche y en puertas del verano del sucesor de Juan Carlos de Borbón (a quien por cierto el poder judicial ha decidido mantener como inimputable: no podrá ser juzgado por ningún tribunal, lo que le protege de posibles denuncias por enriquecimiento ilícito, entre otros delitos) se le suma un factor más: el hecho de que sea en pleno Mundial de fútbol, un evento que el régimen consideraba que podría funcionar como placebo con el cual la gente se olvidara de sus problemas y tuviera cosas más interesantes en que pensar que andar protestando.
La pronta eliminación de la selección española a manos de la chilena ha supuesto un inconveniente en esos planes. Un inconveniente que quedaría en lo anecdótico si no fuera por la profunda carga política que encierra en un Estado plurinacional como el español.
Y es que los triunfos durante los últimos diez años de las selecciones españolas en el fútbol, el baloncesto, el tenis y otras disciplinas deportivas tendieron a promover un determinado imaginario, construido a la medida de los vencedores de la guerra civil de los años 30: su escudo, su bandera, su himno, sus colores nacionales, su concepto de España como nación opuesto a la realidad plurinacional del estado español. Un imaginario muy similar, por cierto, al que promueve en Chile la Unión Española…
El deporte de competición funcionó como un intento de someter a ese imaginario a millones de catalanes, gallegos, vascos, canarios, andaluces… que antes ni por asomo se habrían sentido identificados ni menos aún emocionados con él, incluso en el caso de quienes se sentían españoles.
Este proyecto no fue para nada inocente ni espontáneo, sino constantemente estimulado por los medios de comunicación del régimen para minorizar a la izquierda y someter al soberanismo de las naciones periféricas. No es casual que el grito que comenzó a popularizarse tras el triunfo en la Eurocopa del 2008 fuera “yo soy español…” y que haya sido en Cataluña y en el País Vasco (las zonas donde hay una clara mayoría social y electoral soberanista) donde más se haya tratado de forzar a toda costa ese sentimiento españolista. No ha habido manera. Ni una selección con numerosos jugadores de origen catalán y vasco lo pudo conseguir: en las calles de Girona o de Bilbao sigue siendo muy difícil ver camisetas de la selección española y por el contrario la asistencia a los partidos de la catalana y la vasca es siempre elevado, e igualmente es muy popular la reivindicación de su oficialidad.
Por último, hay un elemento que es clave, y es la aceleración de los tiempos en los procesos catalán y vasco. Sobre todo en Cataluña, donde el próximo 9 de noviembre se celebrará un referéndum sobre su independencia, una consulta que el Congreso español (hegemonizado aún por PP y PSOE) ha declarado ilegal, pero que según las encuestas cuenta con el apoyo de la mayoría de la población catalana.
Así, no tiene nada de extraño que la eliminación en el Mundial haya sido vista por millones de ciudadanos con DNI español (y aclaro, buena parte de ellos aficionados al fútbol) no como una tragedia, sino por el contrario como un buen augurio y ojalá preludio de la crisis final del proyecto nacionalista español y reaccionario impuesto con las armas en 1936, sostenido durante 40 años por una dictadura cívico-militar y afianzado por una transición sin ruptura con los lastres del pasado.
Por eso cuando en Maracaná el árbitro dio el pitido final no sólo se celebró en Plaza Italia y en todo Chile, sino también en Hernani, Arenys de Munt o Marinaleda, hermanados una vez más con los pueblos latinoamericanos en su lucha por la soberanía y la dignidad frente a enemigos comunes: la España de la monarquía, de la opresión de los pueblos, de los terratenientes, de Endesa, Ferrovial, Movistar, Banco Santander, BBVA, Repsol.