Resulta difícil contradecir el mar de entusiasmo que despierta la posibilidad de que la coalición de izquierdas “Apruebo Dignidad” gane las elecciones de noviembre de este año y acceda así al gobierno de Chile por los próximos años. Más allá de las justificadas desconfianzas de mucha militancia y activismo popular, es innegable que algo auspicioso hay en que los partidos de izquierda que rechazaron el pacto neoliberal de las últimas décadas tengan hoy un respaldo masivo y con capacidad de traducirse en poder en las instituciones centrales del Estado. Pero opacada por la esperanza de ver a la izquierda en el gobierno por primera vez desde 1973, está la situación de la izquierda radical. Ya sea como idea, posición o bien como espacio organizado, el campo rojo, de izquierda, anticapitalista, en Chile, está fuertemente desarmado. Parece simplemente un espíritu que ni siquiera es fantasma (pues ya no asusta), es decir, un espectro de un pasado capitalizable por los vencedores del presente. Aunque se creyó que la revuelta podría revertir esta realidad, la ilusión en una solución “desde afuera” que reactivara la lealtad de las masas populares en la izquierda, se demostró rápidamente errada. Si bien la posición de las izquierdas mejoró, y hoy más gente apoya sus ideas o se reconoce en sus organizaciones o referencias, ha sido a costa de una desaparición de la “parte roja” de sus posiciones mejor aspectadas. Lo que avanza no es la idea de democracia radical y socialismo, sino un estatismo suave y promesas de contención al capital, todo dentro de un optimista imaginario mesocrático que resulta a ratos insoportable. No es poco, y probablemente mejor que lo que ha habido, pero, seamos sinceros, no son las alamedas abriéndose ante ningún pueblo libre. La derrota de Daniel Jadue en las primarias de la izquierda en julio pasado no es la causa, sino la última expresión y el momento de sinceridad del agotamiento crítico y el aislamiento de masas de la izquierda radical chilena. Acá se ofrecen algunos apuntes al respecto.
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Un primer problema puede estar en una pérdida del sentido histórico de la práctica. Lo que Berardi y luego Fisher llamaron “una lenta cancelación del futuro” es un fenómeno de proporciones que no ha sido abordado por la izquierda. Es la imposibilidad no sólo de hacer creíble su promesa de que se puede conseguir otra forma de sociedad en el futuro haciendo algo aquí y ahora, sino también de sostener creíblemente aquella promesa. No es asunto de lo que se propone o agita, sino de que nadie, ni los militantes ni sus potenciales bases y aliados, creen posible el futuro. La tenaza se completa con la pérdida de referencias del pasado. Deformado y sin utilidad como guía de comprensión de las trayectorias de las pesadas instituciones sociales, el pasado funciona hoy como simple espacio donde buscar argumentos. No importa la historia, importa tener ejemplos retóricos para la política cortesana. La izquierda radical ha preferido la leyenda que perdona y justifica, y ha renunciado a la historia que explica crudamente el fracaso. Para sí y para sus potenciales aliados. Así, cual animación para infantes, se explica su pasado como uno en que su bando, premunido de un plan perfecto y cuya moral no resiste matices, es siempre derrotado porque lo han traicionado. De ahí una forma de comprender el presente en que la subalternidad siempre es fuente verdadera y el error está en la mala comprensión, en pésimos pastores. En cambio, los errores, las verdades que se probaron falsas, las decisiones horribles y los fracasos enormes, no se han apropiado. Porque ese es otro problema de proporciones: la crítica a la izquierda se ha hecho principalmente en la teoría y en la academia, pero poco se ha avanzado en la elaboración del pasado en la práctica de los movimientos sociales. Simplemente la hipótesis roja no es creíble para las luchas. Sin futuro y con un pasado mistificado, el presente no tiene sentido.
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La insatisfacción que abunda en el campo radical después del álgido ciclo que fue de la revuelta de 2019 hasta la derrota de Daniel Jadue en 2021, tal vez encuentre alivio en que la revuelta alcanzó barreras sociales e históricas, “una robusta cadena de fortalezas y casamatas” detrás del Estado, diría Gramsci, más allá de la capacidad de las fuerzas populares. Para Enzo Traverso, “los levantamientos y movimientos de masas cargan con las derrotas de las revoluciones del siglo XX, cuyo peso abrumador paraliza la imaginación utópica”. La “pasmosa falta de liderazgo” y la “desorientación estratégica” que se hace evidente cuando se observan las revueltas del siglo XXI desde la perspectiva radical, representarían para el historiador italiano “los límites de su época”.
La izquierda, a diferencia de los otros grupos sociales y políticos con representación permanente en la política y el Estado, no solo requiere un enorme esfuerzo para incidir en la política. Se suele olvidar que esa permanente expulsión de las correlaciones centrales de fuerza, patente por lo menos desde la última década del siglo XX y debido precisamente a la naturaleza oscura de la disputa por el poder, produce ignorancia operativa que impide la acumulación de experiencia. Y ese vacío se fertiliza con mistificación.
Tal vez, entre las primeras razones que podemos explorar para comprender la nueva vieja derrota, ya sea que se vean los hechos de 2019 como oportunidad perdida o como un momento de ilusión desmedida, es que en realidad la izquierda comprende poco o nada cómo se consigue poder, y no ha hecho juicio de su bancarrota al respecto, ahondada por décadas de desprestigio, abjuración y degradación de su propio arsenal teórico e histórico respecto de la política. No se puede transformar aquello que no se conoce o se conoce mal.
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Específicamente, tampoco se hizo crítica política del pasado reciente. La famosa frase de los 30 años resulta efectiva en la agitación y como síntesis del hastío con el neoliberalismo, una negación total cuya radicalidad no pierde su carácter punzante. Pero es pésima como orientación para comprender la forma real de la dominación en las décadas pasadas. No permite una crítica a las décadas de la Transición que no sea la condena al infierno. La izquierda, si quiere ser la especificidad política de las clases populares, tal vez debería centrarse más en su rol, la comprensión del andamiaje neoliberal, desde las instituciones hasta la subjetividad popular, para construir una estrategia para su desmontaje.
En cambio, la crítica a la Transición ha sido mayoritariamente una crítica moral a las contradicciones generadas por sus promesas, y una crítica ética respecto de la consciencia del daño neoliberal que se dirigió. No fue una crítica en los términos propios de la izquierda, no fue una crítica de clase ni poniendo énfasis en la lucha de clases. No se hizo cargo del pacto social que sostuvo estas décadas, de la integración de sectores populares a costa de su disolución histórica como clases, del desplazamiento en la política de la dirección de izquierda del campo popular, etc. También, fue una crítica adentro de las clases representadas en el Estado, entre antiguos compañeros de partido y en las instituciones. No fue una crítica práctica, de lucha de masas, a un orden social injusto. Así, la izquierda, en buena parte, elaboró una crítica a la administración de mala calidad, no a una administración antipopular y proempresarial. De ahí que el problema sea la corrupción, los excesos e ilegalidades, y no la normalidad del dominio empresarial de la política.
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La crítica a la Transición, por lo tanto, no se hizo cargo de lo que las clases populares perdieron políticamente en la Dictadura y que la Concertación mantuvo para bien del empresariado. Desbordada por la pérdida de las vidas y el terrorismo, no tuvo tiempo de detenerse a comprender que había perdido sus condiciones de posibilidad y que el nuevo pacto gobernante basa allí buena parte de su poder. Es decir, las bases de su constitución en fuerza política, en actor de la crisis. Esto es, los derechos laborales y democráticos conquistados en la primera mitad del siglo pasado, y que, incluso en su mediocridad legal y vulnerabilidad estructural al acoso estatal y empresarial, le permitieron a la izquierda roja y popular una capacidad de incidencia política permanente en las décadas centrales del siglo pasado. Principalmente, la serie de garantías estatales a la participación política de las organizaciones sociales populares, desde el derecho a huelga hasta el sufragio de masas y la participación institucional de las organizaciones sociales populares, y, desde luego, la posibilidad de proyectar desde allí un otro futuro.
Con la desactivación de las clases populares de la política, con la eternización de su desciudadanización durante la Transición, la izquierda se aisló paulatinamente del campo popular. Y esa es la crítica más profunda que debe hacerse la izquierda, no a la realidad que la rodea, sino a su propia realidad como hecho histórico, que en tanto hecho no puede ser reducido a simple error. En tanto no ha habido reproducción de las bases de poder de la clase trabajadora, no por lo menos en la forma que se conocieron en el siglo pasado, la izquierda fue cada vez más una práctica que habitaba en las clases medias, la única clase no empresarial que se mantuvo en la política, y por ende goza de tradición y conocimiento de la misma. Esto no es algo que le suceda a tal o cual organización, sino que es transversal. Incluso en los partidos más rojos y que gozan de importantes bases entre las clases populares, se reproduce una tutela política de la dirección que está anclada en las clases profesionales y urbanas y en la red de concejales, cores, diputados, etc., cuya superior comprensión de la política, junto a otras jerarquías de clase, los pone por sobre una militancia sin soberanía política. Así, buena parte de la izquierda que ha existido en la última década existía como una voluntad política y una necesidad de las clases medias en su querella ante la cooptación empresarial del Estado -su terreno tradicional de reproducción como clase-, y como expresión de una crítica antineoliberal que podía prometer socialismo sin hacerse cargo. Pero apenas la lucha y el sufragio de masas permitieron que esta nueva izquierda fuese integrada a la política, y retomaran una fase de ascenso sobre el Estado, el contenido clasista y popular de antes ya no era necesario para ninguna clase en la política.
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La situación de desaparición de la izquierda radical del campo central de fuerzas es una derrota no asumida, algo así como un silencioso repliegue a las catedrales. Una especie de breve revival de la década de 1990, y que probablemente sea el paso lógico tras haber interpretado 2019 como la segunda oportunidad de 1986. Reacciones que desnudan la confusión crítica a la hora de abordar la práctica política. Si la Dictadura tuvo éxito en la desciudadanización (la pérdida de su soberanía) de las mayorías, no se ha revisado el mismo proceso en la izquierda, y que tomó la forma de la pérdida de las bases materiales de su capacidad política. Más que vocación de poder, hay vocación de espectáculo sin política. Perdida el ancla en la parte popular de la lucha de clases, entendidas estas como el polo opuesto a las clases propietarias, la izquierda se reduce simplemente a pietismo impotente, discurso sobre buenos y malos, sobre el deber y la condena, pero nunca sobre cómo vencer a sus enemigos en la política. Todo confluye en una identidad vintage a la que la clase media usa y abusa.
Tal vez sea hora de emprender una crítica no teórica, sino observar el movimiento de la lucha de clases y reforzar sus puntas más agudas, allí donde a la parte popular de la historia no le queda más que el enfrentamiento al capital, o bien la muerte. Lejos de esperar lealtad a las ideas, tal vez sea hora de poner las ideas en lealtad con los hechos y proyectar, sin negar la política, un otro futuro.
Por Luis Thielemann H.
Historiador, académico y parte del Comité Editor de revista ROSA.
Publicado originalmente el 10 de octubre de 2021 en Revista Rosa.