Pocos temas tienen tanta importancia en nuestra vida pública inmediata, como lo tiene el de la seguridad. Continuar nuestras actividades requiere, incluso antes que la división entre “sobrevivir” y “vivir” que puede -y debe- hacerse, para hablar de la desigualdad y los problemas sociales, la necesidad de mantener nuestra existencia. Esta necesidad tiene dos caminos; por un lado, la ideal, consiste en que nuestros mecanismos institucionales, sociales, estructurales y personales, tengan candados que hagan difícil (incluso, idealmente imposible) que alguien o algo amenace nuestra existencia. La otra, que es lo que normalmente sucede, es que cada uno se acostumbra a un cierto nivel de incertidumbre que comienza a ver como “normal”. Las ideas de que “se matan entre ellos”, o que “andaban en algo”, son muestras de este tipo de niveles, pero también lo está la bendición de la abuela antes de salir de casa, o el evitar ciertas calles para volver a casa, como si esas calles -y no la inseguridad- fueran el foco de las desgracias cotidianas.
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En pocos temas está nuestro país tan mal como lo está en materia de seguridad. Caminar a las dos de la mañana, con un zapato al hombro y cantando a Chavela Vargas; usar un vestido corto y beber diez cervezas en un bar repleto; parar un taxi afuera de la zona “controlada” de un aeropuerto o incluso preguntarle a alguien por direcciones dándole tu teléfono para que te muestre, deberían ser elementos naturales de la vida. Más aún; en la mayor parte del mundo fuera de nuestro país, lo son. Pero no aquí.
Algo en algún momento falló de manera catastrófica. No es, como parecen decirlo algunos, que las y los mexicanos tengamos algo como un “gen” o un “chip” que impida vivir en paz. No es tampoco, que nuestra sociedad esté tan podrida, sea tan salvaje o tenga tantas características malas, que la única forma de “pacificarnos” sea volvernos ganado. Como, reitero, algunas personas (especialmente en la derecha) dicen. Hay condiciones estructurales y graves, profundas, que explican perfectamente lo que está pasando.
Si uno mira los datos de los que disponemos, podemos encontrar el momento de la ruptura: la decisión de Felipe Calderón de iniciar su llamada “guerra contra el narco”. Para ponerlo en términos sencillos, después de casi tres décadas de continua pero constante mejora en niveles de macrocriminalidad, el país no sólo regresó a la etapa de la Guerra sucia, sino que incluso le superó con creces. Sabemos bien la razón para ello: la combinación entre una legitimidad inexistente (más del sesenta por ciento de las personas pensaban que había existido un fraude electoral), un grupo opositor poderosísimo, que rayaba en la posibilidad de un conflicto bélico interno, un apoyo total a las acciones del ejército aunque fueran ilegales y un contubernio total con un grupo criminal, abrieron una ventana que no existía en nuestro país.
A pesar de ello, el principal cambio en este periodo no fue el aumento de la macrocriminalidad o incluso, el cambio, total y absoluto de nuestras vidas diarias. Fue un cambio mucho más profundo, que se refiere a como interpretamos todo lo que podemos hacer y como pensamos sobre las cosas. Ese cambio, fue, debe decirse, el cambio hacia lo que podríamos entender como la militarización.
Esta palabra tiene el problema de ser demasiado amplia, demasiado ambigua y que no se entiende con claridad. Por un lado, podría significar el ingreso, a trabajos “no militares” de personal militar. Pero no se requiere ser especialmente brillante para ver que eso implicaría que “militar” tiene ya un concepto anterior y que entonces la definición no dice nada. Si hay trabajos “no militares” y personas “militares” entonces no explicamos la militarización, sino que tomamos una categoría -que no explicamos- para rechazar algo que no nos gusta.
A pesar de ello, si buscáramos el origen del proceso que intenta explicar esta definición tan incompleta, la podemos igualmente encontrar fácilmente: se trató de la decisión de Ernesto Zedillo Ponce de León de crear una categoría que no existía en la ley, para hablar de “seguridad interior” y permitir que el ejército actuara en ella. La Suprema Corte de la Justicia de la Nación, que ya para entonces se encontraba totalmente a disposición de quien se ha presentado como “nuevo adalid de la democracia”, validó esta acción y desde entonces, a pesar de estar constitucionalmente prohibido, se ha permitido el uso de las fuerzas armadas en esta actividad.
Esto tiene un problema fundamental, no porque el ejército sea algo esencialmente maligno (que en cierta medida, debemos decir, lo es), sino porque el ejército realmente existente, es un ejército concreto, que no tiene un carácter popular y es extremadamente violento (nuestro ejército ha tenido durante el periodo desde Calderón hasta ahora, la tasa de mortalidad por disparo más alta del mundo. Más alta que Israel, más alta que Corea del Norte, más alta que cualquier dictadura o país en guerra), no está preparado para el cuidado de la vida cotidiana, sino para el combate. Y porque entonces en la lógica de la guerra, nuestra vida se vuelve eso y nada más que eso.
¿Quiere decir esto que el ingreso a otras tareas, como puede ser por ejemplo, el cuidado de una fila en el banco o de la construcción de hospitales sea “militarización de la vida cotidiana”? Creo que queda claro que pensar o decir eso sería una total hipocresía. Las acciones de seguridad deben ser, en cada ocasión, repensadas y ese repensar la seguridad, pasa siempre por eliminar esa forma castrense que existe en la actualidad. Pero no significa ni que el ejército sólo sea capaz de ese pensamiento (que parece decir que no debemos pedirles que salven a gente ahogándose porque sería “militarizar”) ni que no podamos, de la forma contraria a lo que hizo Calderón, des-militarizar algunas acciones del ejército.
Dicho esto, tenemos que ver algo con claridad: la reforma en materia de guardia nacional fortalece una forma castrense de la seguridad pública, la forma más fácilmente militarizable de nuestro estado. Pero al mismo tiempo, no significa que otras partes de la actividad militar sean igualmente peligrosas o problemáticas. Negar la primera parte, es ridículo, negar la segunda, lo es todavía más.
Sergio Martín Tapia Argüello.
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