La elección judicial, experimento democrático y social

Columna de Onel Ortiz Fragoso

La elección judicial, experimento democrático y social

Autor: Onel Ortiz

El primer minuto del domingo 30 de marzo marcó un parteaguas en la historia democrática y judicial de México. Por primera vez —y quizá como pionero a nivel global— nuestro país ha dado el paso de abrir al sufragio popular la elección de quienes integrarán las más altas responsabilidades del Poder Judicial: nueve ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, dos magistraturas del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cinco magistraturas del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, quince integrantes de las salas regionales electorales y más de 800 jueces y magistrados que resolverán los conflictos legales en los circuitos judiciales federales. No es exagerado decir que estamos frente a un experimento social, político y constitucional de proporciones históricas.

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Esta elección no sólo pone a prueba la capacidad organizativa del Estado mexicano y la madurez política del electorado, sino que enfrenta cara a cara a una de las preguntas más urgentes de nuestra democracia: ¿es posible que el pueblo asuma directamente la responsabilidad de nombrar a quienes imparten justicia? O, dicho de otro modo, ¿puede la democracia judicial superar a la meritocracia burocrática o a la cooptación elitista que, durante décadas, ha dominado el acceso al Poder Judicial?

La hipótesis es tan poderosa como simple: si el pueblo elige directamente a jueces, magistrados y ministros, el sistema judicial será más imparcial, más transparente, más accesible. La elección directa ofrecería una salida al viejo dilema del Poder Judicial mexicano: su lejanía del pueblo, su opacidad y su resistencia a los cambios sociales. En teoría, elegir desde abajo a quienes deciden desde arriba democratizaría uno de los poderes más cerrados y menos controlados por la ciudadanía.

Pero la teoría no siempre resiste la prueba de la realidad. Hoy, con una lista nominal de casi 100 millones de electores, los estudios de prospectiva indican que apenas el 10% de la ciudadanía participará en esta elección judicial. Y no por apatía, sino por desinformación. ¿Cómo votar? ¿Por quién? ¿Dónde informarse de las y los candidatos? ¿Qué perfil debería tener una ministra de la Suprema Corte o un magistrado del tribunal electoral? ¿Cómo distinguir entre una candidatura legítima y otra patrocinada por intereses fácticos?

Confieso que, como cualquier ciudadano atento a la vida pública del país, quiero participar. Pero aún no sé cómo votar, ni por quién. No conozco ni una décima parte de las más de 800 personas postuladas. No existen foros públicos de discusión, debates televisivos ni espacios en medios masivos para confrontar ideas, trayectorias o valores. La información está dispersa, confusa y muchas veces manipulada por grupos con intereses particulares.

Pese a ello, me sumaré a la promoción del proceso. Porque, si queremos que este experimento funcione, necesita una base sólida de legitimidad. Y la única fuente legítima de poder en una democracia es la participación popular. No se puede exigir un nuevo Poder Judicial sin antes cumplir con la obligación ciudadana de participar en su construcción.

Ahora bien, participar no significa hacerlo de forma ingenua. Es necesario establecer ciertos criterios para ejercer el voto con responsabilidad. Desde mi perspectiva, no votaré por ninguna persona relacionada con grupos delictivos, empresariales o religiosos. Tampoco por quienes tengan vínculos familiares con actuales legisladores, jueces, ministros o servidores públicos. La independencia judicial comienza por la independencia personal de cada postulante.

También soy partidario de una renovación completa en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La actual Corte ha demostrado ser más un dique de contención que un garante de derechos. Sus resoluciones, en múltiples ocasiones, han sido parciales, ideológicas y alejadas del interés general. No tengo duda: necesitamos una Corte nueva, con nuevos rostros, nuevas trayectorias, nuevos compromisos. No debe permanecer ninguno de sus actuales integrantes.

Este juicio no es visceral ni arbitrario. Se basa en hechos: la Corte ha sido incapaz de responder a las demandas sociales más urgentes. Ha protegido intereses empresariales, ha frenado reformas aprobadas por el Congreso, ha ignorado violaciones sistemáticas a derechos humanos y, en ocasiones, ha actuado como partido de oposición disfrazado de órgano técnico. Por eso es fundamental que los nuevos perfiles sean evaluados con rigor. Hay nombres interesantes, propuestas valiosas, y sobre todo, una esperanza renovada de que las decisiones judiciales dejen de depender de apellidos y empiecen a reflejar principios.

Más allá de los perfiles individuales, lo que está en juego es la viabilidad de este mecanismo de elección. Para quienes critican el proceso, la elección judicial es una puerta abierta al populismo o a la politización de la justicia. Para quienes la defienden, es un acto de democratización radical, una manera de devolver el poder a donde siempre debió estar: en manos del pueblo. Ambas posturas tienen puntos válidos. Pero lo que determinará el futuro de esta reforma no será la teoría, sino la práctica. Y la práctica exige una ciudadanía crítica, informada y participativa.

Es cierto: este proceso es inédito. No hay modelos comparables. Ni Estados Unidos, con sus elecciones locales de jueces, ni Bolivia, con su elección judicial nacional, ofrecen precedentes suficientemente sólidos. México está trazando su propio camino. Y como todo experimento, este puede fracasar… o convertirse en un ejemplo para el mundo.

Para que este mecanismo tenga éxito, se requiere más que una buena intención: se necesita una infraestructura de información, un sistema claro de evaluación de candidaturas, medios de comunicación comprometidos con el proceso y, sobre todo, una ciudadanía dispuesta a dedicar tiempo y esfuerzo a comprender la complejidad del sistema judicial.

En ese sentido, los próximos dos meses serán determinantes. Si la participación ciudadana es baja, si los votos se emiten sin información, si las candidaturas son ocupadas por cuotas partidistas o grupos de poder, el proceso será un fracaso. Pero si el pueblo asume esta elección como propia, si logra apropiarse del sentido de la justicia y del derecho, si elige con responsabilidad, estaremos frente a uno de los avances democráticos más importantes de la historia reciente.

En cualquier caso, esta elección es un espejo. Refleja lo que somos como sociedad, pero también lo que aspiramos a ser. Refleja nuestras contradicciones, pero también nuestras posibilidades. Refleja nuestra historia de injusticia, pero también nuestra esperanza de justicia. Y como en todo proceso democrático, el poder real está en nuestras manos.

Votaré. Aún no sé por quién, pero sí sé por qué. Votaré porque quiero una Corte renovada, jueces imparciales, magistrados comprometidos con los derechos del pueblo. Votaré porque no quiero dejarle mi justicia a los de siempre. Votaré porque, aunque imperfecto, este experimento es una oportunidad que no podemos desperdiciar.

Que nadie se engañe: la justicia no se decreta, se construye. Y si queremos que el Poder Judicial sea verdaderamente del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, entonces el pueblo debe tomar la palabra. Y la papeleta.

El 1 de junio, en la boleta, no sólo estará el nombre de jueces o ministros. Estará el nombre de la justicia. Dependerá de nosotros que esa palabra vuelva a significar algo en este país. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

@onelortiz

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