La esperanza de Doña María

Después de ocho largos años, los padres de los normalistas de Ayotzinapa recibieron una noticia, una afirmación "no hay indicios que sigan vivos"

La esperanza de Doña María

Autor: Onel Ortiz

Es tarde, Doña María hacía los preparativos del día siguiente. Las labores del hogar nunca terminan. Lleva tiempo sin conciliar el sueño. Ocho años de una larga vigilia, cierra los ojos y la angustia la atormenta. Recuerda a su hijo e imagina lo que pudo haberle ocurrido. ¿Dónde está? Espera con ansias una noticia que le aterra, pero que desea conocer más que nada en el mundo. Una noticia que le dé paz. El teléfono móvil de prepago sonó. Al otro lado de la línea, Vidulfo habló rápido. De Presidencia los citaban al día siguiente con carácter de urgente. Pensó. Una reunión más, de las decenas que han tenido con el gobierno sin resultados. No, esta vez sería diferente, el corazón le avisó.

Con otros padres se trasladó de madrugada a la Ciudad de México. Al llegar al sitio de la reunión, los subieron a un camión. Al filo de las once de la mañana llegaron a Palacio Nacional. Se registraron, les ofrecieron una botella de agua y los pasaron al Salón Tesorería. A lado de Doña María hay caras conocidas, rostros morenos, ojos de furia y de tristeza de los otros padres y madres de los normalistas.

El Presidente entró al salón, acompañado del Fiscal General, del Secretario y del Subsecretario de Gobernación, del de Defensa Nacional, del Subsecretario de Seguridad y más personas que llegaron con ellos. Rostros serios, caras largas. Palabras y más palabras. De todas las participaciones, a Doña María sólo una le interesa, la del subsecretario de Gobernación, quien presentará el informe.

Alejandro Encinas, saco sin corbata, barba y pelo blanco, quien habitualmente luce sonriente y de buen humor, está serio, muy serio. Traía un grueso documento bajo el brazo. El Presidente, con la voz pausada que acostumbra, le pidió que informara. Alejandro tragó saliva, hizo una larga, una muy larga relatoría de hechos, que inició días antes de la noche y madrugada del 26 y 27 de septiembre de 2014.

Los hechos que Alejandro Encinas relató son terribles, pero Doña María sólo estuvo atenta a una parte, a una simple frase. Por fin, Encinas afirmó que no hay indicios de que los normalistas estén vivos, que se desconoce el paradero de sus restos. Doña María se hundió en su silla. El clavo ardiente al cual se había aferrado durante este tiempo se desprendió de la pared, sintió caer en el vacío.

Doña María ya no escuchó que la desaparición de su hijo y de sus compañeros fue un crimen de Estado, donde no sólo participaron delincuentes, sino policías estatales y municipales y mandos del Ejército, desplegados en la zona de Iguala. Que hubo obstrucción de la justicia, para crear una versión de los hechos para taparle el ojo al macho, que autoridades torturaron a detenidos y sospechosos para fabricar una verdad que se derrumbó como un castillo de naipes.

Doña María ya sabía todo eso. Los padres siempre han sabido lo que les ocurrió y quien desapareció a sus hijos. Lo que ellos exigen es saber dónde están. La autoridad les confirmó que están muertos, que no podrán localizar sus restos.

Doña María salió del Salón con el corazón roto. Quiere justicia. Salió con las manos vacías. Sigue sin una tumba en la cual rezar.

El viernes la Fiscalía General de la República giró 83 ordenes de aprehensión en contra de altos funcionarios del gobierno de Enrique Peña Nieto, mandos militares, policías estatales y municipales. Unos acusados de participar en la desaparición y asesinato de los normalistas; otros por obstruir la justicia y torturar a sospechosos y detenidos. Jesús Murillo Karam, Procurador General de la República con Peña Nieto, fue detenido ese día, se esperan más capturas en los días próximos.

Que haya justicia, no venganza. Que Doña María y el resto de los padres y familiares de los normalistas desaparecidos encuentren consuelo en sus corazones y paz en sus almas.

@onelortiz

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