Por Fernando Buen Abad Domínguez
¿Hipérboles para todo?
Una vez que la exageración contamina los procesos expresivos, la realidad tiende a parecer anodina e insuficiente. En algunos países se convirtió en tóxico ideológico qué transita la cotidianidad impunemente. ¿Es esto una exageración? El capitalismo encontró en las exageraciones una fuerza narrativa estratégica que formateó la lógica de la mercancía para convertir lo más anodino o intrascendente en “maravilloso”. Así se educó al “consumidor” con un modelo narrativo qué pasó de ser recurso expresivo para hacerse condición expresiva. Eso explica por qué la casi totalidad de los modos, los medios y las relaciones de producción de sentido, en los monopolios mediáticos hegemónicos, son fuentes aberrantes de exageraciones. Noticias, opiniones, publicidades, entrevistas o editoriales… se generan, con obediencia irresponsable e irracional, basados en exagerarlo todo. Incluso exagerando las exageraciones.
Visto en perspectiva cultural, el recurso de la exageración contiene flujos ideológicos funcionales al principio general de la negación de la realidad. Exagerando jugadas futboleras, recetas de cocina, encabezados periodísticos, medicamentos, padecimientos… (cualquier pretexto es bueno) se eclipsa la mediocridad que el capitalismo impone a las clases subordinadas. Así como el capitalismo es un sistema corrupto por definición, así es una maquinaria de mediocridad y miseria que comienza por golpear el salario y por golpear también al imaginario colectivo. Son mediocres la mayoría de los “servicios públicos”, los discursos políticos, los modelos administrativos, la justicia y sus procedimientos… los recetarios educativos hegemónicos y desde luego las religiones de todo tipo. Es mediocre por definición un sistema que excluye de la vida digna a la mayoría de los seres humanos, es mediocre un sistema económico e ideológico que se basa en saquear materias primas y mano de obra barata en beneficio de unos cuantos, por cierto, muy mediocres. Incluso con sus más sorprendentes inventos tecnológicos.
No confundirse. La mediocridad del sistema es, al mismo tiempo, un arma de guerra ideológica que los pueblos padecen y resisten. La mediocridad del sistema se naturaliza con las metrallas de exageraciones que, incluso, se han inoculado en los pueblos victimados por hordas de exageraciones mediáticas. Pero no se puede juzgar a las víctimas por la fuerza de sus verdugos. Es exagerado el porcentaje de pobreza, la desigualdad en la distribución de la riqueza, el gasto mundial en armas, el dispendio en gastos publicitarios, la proliferación de iglesias y dogmas… la exclusión, el racismo, el nazi-fascismo. En los modelos narrativos hegemónicos se naturaliza el abuso de las exageraciones selectivas porque es funcional al ocultamiento de la realidad y todas sus crudezas.
En el modelo tóxico de las exageraciones aparece también el condimento de los gestos faciales y el manoteo innecesario. Así padecemos el espectáculo inútil de quienes para contar nimiedades e intrascendencias despliegan histrionismos empalagosos por rigurosamente inútiles. Están en todas partes y muchas personas crecen creyendo que semejantes aspavientos lingüísticos y corporales añaden encanto, simpatía y seducción a cualquier banalidad hija de las ocurrencias de ocasión. Y viven, convencidos y convencidas, con ese engaño que padecen, a veces en silencio, quiénes lo soportan.
En la multiplicación de los estereotipos burgueses y de las exageraciones (todos son iguales) queda en evidencia el carácter ideológico “negacionista” disfrazado como estilo “enfático”, a veces “simpático”, de expresar nulidades e intrascendencias. Cuando la voz se agudiza para enfatizar, cuando los ojos se entornan artificiosamente, cuando las manos y la actitud corporal se alteran para que lo dicho parezca “importante” hay que estar alertas. Salvo que se trate de obras de teatro, claro. Incluso las cosas importantes, que no requieren de exageración, se diluyen porque el relato se convierte en más importante que los hechos. Así sean de la vida privada o en actos de masas. Claro que es importante, para todo ser humano, su proceso de dentición, pero al relatarlo con modo épico incluso el dientito del nene se vuelve antipático porque se lo ha barnizado con tóxicos ideológicos. Lo mismo vale para los pañales, los noviazgos o las virtudes dudosas del anecdotario familiar. La vida por sí sola es importante y no necesita de exageraciones.
No se necesitan desplantes escénicos para saludar a una persona querida. Basta y sobra con ser sinceros, cosa escasa, por cierto. No hace falta un relato “epopéyico” para explicar un paseo ni hace falta un estallido emocional, con llantos o risotadas, para contar lo que hacen los “políticos” que, por cierto, deberían ser campeones de la mesura. Está claro que, incluso por los daños ocasionados a las narrativas populares, lo más peligroso de las exageraciones está en los dispositivos de guerra cognitiva que financia el establishment. Si exageran para vender un refrigerador, igual que para vender una aspirina, lo importante termina siendo la exageración, más que el producto. Y la venden muy cara porque es una mercancía propagandística para suplantar todo lo que la realidad no es. Así se exagera tanto para las apologías como para las denostaciones. Nada más frecuente que una exageración para descalificar una interpelación. Viejo truco. Las exageraciones son, también, una forma del engaño y la subestimación. Parafernalia verbal, y actoral, para obnubilar al “público” o al interlocutor o interlocutora, quizá también adictos a las exageraciones.
Si fuese posible poner en tela de juicio las causas y las formas de los miles de exageraciones que nos acosan diariamente, si fuese posible desintoxicamos en un plazo no muy largo, es posible que cruzáramos algún síndrome de abstinencia en el que la vida misma nos pareciera poco intensa. Así como cuesta imaginar cómo será el mundo sin capitalismo, así puede ser costoso volver a un punto de las relaciones humanas sin exageraciones. Y esto no es una apología de lo “neutro”, lo “light” o lo “insulso”. Es sólo una invitación a la imaginación hipotética, de base científico semiótica, para presentar batalla a la ideología de la clase dominante, a la manipulación simbólica, y todas las apariencias con que se infiltra, con exageraciones, hasta en los territorios más íntimos. No todo es “maravilloso” ni todo es “excepcional” pero cuando lo cotidiano se vuelve mágico es porque detrás hay una lucha que no viene de la mano de las burguesías sino de las bases sociales que se organizan para liberarse de los designios de la explotación humana con todas sus emboscadas y en todos sus géneros.
Fernando Buen Abad Domínguez (Ciudad de México, 1956). Especialista en Filosofía de la Imagen, Filosofía de la Comunicación, Crítica de la Cultura, Estética y Semiótica. Es Director de Cine egresado de New York University, Licenciado en Ciencias de la Comunicación, Master en Filosofía Política y Doctor en Filosofía.
Actualmente es Director del Centro Universitario para la Información y la Comunicación Sean MacBride y del Instituto de Cultura y Comunicación de la Universidad Nacional de Lanús, Argentina.
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