Ser indignado no parece tarea difícil en estos tiempos que corren. Razones hay de sobra para indignarse. Claro, que también había motivos hace cinco años, y hace 10, y hace 20 o 30. Este sistema es el mismo hoy que hace 50 años. Ha cambiado el lenguaje, las técnicas, algunas de las trampas, pero el sistema es el mismo y por eso resulta tan ingenuo querer «arreglarlo».
Es fácil, muy fácil, decir que «con este sistema vamos de culo» y darse media vuelta en medio de una marcha multitudinaria pero creo, sinceramente, que casi nadie de los que salen a manifestarse en el llamado primer mundo (véase que en el llamado tercero las marchas fueron marginales) quiere un nuevo sistema. Un nuevo sistema más justo será, en primer lugar, más incómodo y exigirá, en segundo, mucho más trabajo comunitario y menos ombliguismo acomodaticio. La sóla idea de justicia y de equidad social es incómoda e incomoda.
Lo vimos ocurrir ya en Argentina. El corralito hizo que la gente saliera a la calle, se organizara, pensara, propusiera un sistema alternativo. Hasta que se acabó la crisis, volvió la plata, la comodidad neutralizó el espíritu revolucionario, la desmemoria hizo el resto y del «que se vayan todos» se pasó al «aquí nadie rechista».
Ser indignado es fácil, pero luchar es diferente. En Argentina hubo luchadores, aquellos que se tomaron las fábricas, aquellos que en el corralito fueron expulsados del sistema y decidieron no volver jamás. Los hay en Bolivia o en México. O en Honduras, donde una crónica de Víctor Mojica en pleno 15-O me puso los pelos de punta. La indignación activa de los desconocidos, de los no nombrados. Las luchas permanentes de Otramérica inspiran a algunos de los poquísimos rebeldes estadounidenses.
También hay luchadores en España, en Italia o en Grecia, pero esos andan luchando (disculpen la redundancia) y tienen poco tiempo para lo que, según Günter Anders refiriéndose a las manifestaciones ecologistas antinucleares, no dejan de ser «happenings sociales».
Yo salí a marchar con los autodenominados (por los medios) como «indignados», pero lo hice porque apoyo todo lo que se mueva en una dirección crítica con este sistema destructivo y autodestructivo. Pero no tengo ninguna esperanza en el futuro. Yo no estoy indignado: estoy cabreado, emputado, harto, dolido, herido, menospreciado, ninguneado e, imagino, aislado. No creo que la indignación colectiva de los pocos (en realidad las marchas son mediáticamente impactantes pero no tanto en lo numérico o en lo político) haga cambiar a los muchos, esos que le rezan por las noches a San José María Aznar y a San Banco de Santander para que todo vuelva a la «normalidad», para que su nivel de consumo y de comodidad no se vea mermado, para que los ociosos indignados vuelvan a sus casas y dejen las calles en su triste estruendo de carros. Y cuando vuelva la «normalidad», que volverá, sólo quedarán luchando los que ya lo hacían antes del 15-M o del 15-O. Los movimientos de base, las feministas, los indígenas del Sur y los indígenas del Norte, los okupas, los obreros… Ellos y ellas seguirán luchando porque, entre otras razones, no tendrán chance de elegir la comodidad o la indolencia. Los verdaderos desheredados del sistema nunca tienen chance. Sólo pueden decidir entre vivir con dignidad o sin ella. Suelen acertar.
Los indignados suelen declarar ante los micrófonos que no son unos «antisistema» (el peor insulto que les pueden endilgar). Yo soy anti sistema porque hasta que no lo tumbemos y nos inventemos otro seguiremos atrapados en la indignación pero no estaremos construyendo alternativas.
Por Paco Gómez Nadal
Periodista
Publicado originalmente en Otramérica