Con un equipo de televisión repetimos recientemente el recorrido realizado en los días siguientes al terremoto en las regiones de Bío – Bío y Maule, comparando lo registrado entonces con la situación actual.
Han pasado diez meses desde que Sebastián Piñera asumió la presidencia y todos sabemos lo que ha ocurrido, cómo -en medio de la pasividad general- se ha ampliado el límite de la imaginación cuando se trata de privatizar y congelar para siempre el apartheid social que ha vivido Chile desde que la dictadura militar impusiera el neoliberalismo hace casi 40 años.
En los campamentos de emergencia establecidos para albergar a las decenas de miles de familias que perdieron sus casas, esperábamos encontrar un clima de agitación social ante la obviedad de que, pese a promesas e incluso buenas intenciones de algunos, esas familias pueden pasar muchos años viviendo hacinadas en 18 metros cuadrados con un baño para cada seis cabañas, sin agua corriente y lejos de todo lo que fue su vida anterior.
En Constitución, una dirigente de uno de los campamentos, joven y sin experiencia política, se quejaba de que las familias ni siquiera querían pagar los 500 pesos mensuales necesarios para mantener vivo el comité que negocia con las autoridades. Y sin embargo florecían allí las antenas de TV Cable, y se hablaba de ruidosas fiestas y preparativos navideños.
De los muchos lugares visitados, sólo en Dichato los refugiados tuvieron la suerte de que hubiese un militante comunista entre ellos. Se trata de un dirigente joven y entusiasta que con mucha dificultad ha ido organizando a la nueva comunidad para evitar que se cumpla la profecía trágica de una vida entera atrapados en aquel campamento, donde ya han comenzado a pavimentar y construir alcantarillas en lugar de nuevas casas. Ellos temen, y con toda aparente razón, que en ese balneario se construya una cadena de edificios seguros, un “resort” exclusivo para cuyos propietarios trabajarán los habitantes del campamento, que vivían frente al mar antes del tsunami. Y sobre esa base el activista hace su trabajo: Agitar, movilizar, consensuar, promover la rebeldía.
La izquierda chilena no ha hecho, que se sepa, el menor análisis de su papel en los días posteriores al terremoto. Ni en esos días, ni después, salieron militantes a las calles a detener los saqueos y organizar, en cambio, la confiscación popular y la distribución de los alimentos de los supermercados. No se les vio en brigadas auxiliares de asistencia a la población, promoviendo la solución inmediata de problemas en lugar de la espera pasiva a que alguien llegara con ayuda a las puertas de sus casas. No se vio, entonces, a la izquierda haciendo su deber: Devolverle al pueblo su autoestima, su conciencia de clase.
Una multitud de pequeñas agrupaciones de izquierda se ha constituido en Chile tras el triunfo de Sebastián Piñera en enero de 2010. Y siguiendo la tendencia marcada en la campaña electoral, el Partido Comunista se entregó de lleno a fortalecer el trabajo de los tres parlamentarios que obtuvo en alianza con la Concertación, con miras a constituir una nueva alianza hacia un “gobierno de nuevo tipo”, consigna que sus militantes defienden con disciplina pero sin pasión. ¿Dónde están los activistas de base del PC y de todas estas agrupaciones? No lo sé, pero sí sé que no están en los campamentos de damnificados. Y sé también que, en cambio, está en todos lados el Hogar de Cristo, que promueve la organización, construye escuelas, sedes sociales, instala computadores y trabaja junto a las autoridades en el plan oficial.
Como lo prueba Dichato, basta un activista, uno sólo, para que toda esa pasividad se convierta poco a poco en una actitud asertiva frente a los problemas y esperanzas propios. En la victoria o el fracaso frente a la especulación inmobiliaria, no olvidarán a su dirigente, ni de dónde vino ni las ideas que promovía. Pero es apenas uno, y nadie lo mandó allí.
Por Alejandro Kirk
Politika, segunda quincena enero 2011
El Ciudadano N°95