Por Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)
Mucho se ha escrito sobre la llamada «peste bubónica», «peste negra» o «muerte negra», que significó el deceso de millones de personas (desde un tercio hasta el 60% de la población europea) en la baja Edad Media, desde 1336 hasta 1353, quince largos años que cambiaron radicalmente a Europa.
La visión de muchos historiadores ha privilegiado la Europa occidental y católica por sobre los países orientales, mayoritariamente islámicos (algo se sabe del derrumbe de la Iglesia Católica por esa época, y muy poco de los países islámicos y, para quienes se sientan interesados en profundizar este tema, me permito remitirlos al libro de Joseph Huizinga El otoño de la edad media, del profesor de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales, Jacques Le Goff, Marc Bloch).
Contemporáneamente, los alumnos del profesor francés, Louis Pasteur, Yelsin y Simon, comprobaron que el bacilo de la «peste negra» era transportado a través de las pulgas, que pasaban de las ratas a los hombres, que luego lo transmitían entre sí.
La peste de esa época se dividía en dos variantes: la primera, la bubónica, caracterizada por el surgimiento de bubones –protuberancias del tamaño de una naranja, situadas principalmente en las axilas y la ingle, cuyo aspecto era, en realidad, repugnante-; la segunda correspondía a la neumónica, en que el bacilo atacaba directamente al pulmón, siendo 100% letal.
La peste cambió completamente el concepto de la muerte: antes los hombres trataban de prolongarla hasta que llegara el sacerdote que les dispensara la Extremaunción; la vida del hombre y su relación con la muerte consistía en evitar el castigo eterno del infierno y, para el periodo intermedio antes de llegar al cielo, la Iglesia Católica inventó la existencia de una «sala de espera», el «purgatorio», en que el alma del difunto esperaba hasta la purificación plena, que lo conduciría hacia el cielo. El Papa y sus sacerdotes tenían el privilegio de acortar ese período e, incluso, enviar el alma directamente al cielo, a través de las indulgencias, que podían ser plenarias o parciales.
El resto de los mortales mantenía la concepción del filósofo Epicuro acerca de la muerte: no hay que temerla, pues cuando morimos, ya no estamos vivos.
Durante la crisis, al ser testigo de la muerte cotidiana y masiva, ya la gente comenzó de dejar de creer en las instituciones, en especial en la iglesia, los obispos y los curas, quienes huían por temor a perecer y, de paso, negaban la administración de la Extremaunción a los moribundos; igual, tarde o temprano, les llegaba la muerte.
La ignorancia medieval atribuía la peste y demás desastres a la furia de Dios por los pecados de los hombres, y se valían de la oración y de las procesiones para tratar de expiar sus faltas, pero viendo que la iglesia los abandonaba paulatinamente, surgieron las sectas de auto-flagelantes, que pretendían salvarse del infierno a través de severos castigos corporales, grupos que fueron condenados por el Papa Clemente VI, y muchos de ellos degollados como herejes.
En toda catástrofe se buscan chivos expiatorios (en este caso de la «peste negra», los judíos), a quienes se acusaba de envenenar los pozos y de resistir mejor los embates de la peste, gracias a sus hábitos higiénicos. El Papa Clemente VI los defendió a través de una Bula, por la cual sostenía que los judíos padecían la peste al igual que los católicos (sin embargo, durante la Edad Media el pueblo judío era considerado “deicida”, por haber crucificado a Jesucristo).
Frente al espectáculo de desolación y muerte de esta epidemia y, sobre todo, en que la mayoría de contagiados y/o muertos eran abandonados por sus parientes, por la creencia de que el aire transportaba la enfermedad, eran emplazados en las calles, con el olor nauseabundo característico.
La peste era “clasista”, pues algunos adinerados y señores feudales tuvieron la suerte de instalarse en sus cómodas parcelas de agrado o en sus castillos, evitando así el contagio, mientras que los siervos morían como ratas, emplazados en los suburbios de las ciudades o en sus villorrios.
Desde la peste bubónica, el miedo ya no solo se concentraba en el temor individual al infierno, sino en la agonía, que siempre era brutal y repugnante. Según Boccaccio, la peste en vez de unir a familias y pueblos, terminó por destruir todos los lazos de solidaridad, propios de la Edad Media.
En 1355 solo sobrevivió 1/3 de la población de la antigua Europa: los viejos académicos, obispos, nobles y señores fueron diezmados por la peste; los pocos señores feudales que quedaban perdieron su poder, pues los siervos se rebelaron, instalando una época de grandes jacqueries (levantamientos campesinos), dando lugar al comienzo de la época moderna, y la mano de obra que antes sobraba y que provocaba grandes hambrunas, ahora subía de precio y, consecuentemente, aumentaba la posesión de la tierra por parte de los campesinos.
El historiador Jacques Le Goff sostiene que el éxito y poder de los Médicis, en Florencia, podría haberse debido a que los nobles competidores habían muerto durante la epidemia.