La banda sonora de la dictadura ante la resistencia pop
En estos días, cuando Pinochet vuelve de su tumba a la actualidad real y cinematográfica, respondo nuevamente a la pregunta ¿qué música escuchaba el dictador chileno mientras tumbaba su cabeza sobre almohadas tan blancas como sus viejos uniformes militares de verano? La respuesta fácil es “marchas militares” tales como Lily Marlen, Viejos Estandartes, Adiós al 7° de Línea. Algo de ese estilo. Otra respuesta fácil es el folclore almidonado de los Huasos Quinteros y similares. No creo escuchase folcloristas tales como Pedro Messone o Tito Fernández, quienes sonaban a progresismo pese a su adhesión al régimen pinochetista.
Creo que el tirano cleptómano escuchaba, por placer e identificación, algo distinto, algo que podemos sintetizar como la banda sonora de la dictadura. Un tipo de música que, aun habiendo sido obligados a escucharla, ha quedado olvidada en su infamia y pasea por los circuitos radiales sin pena y casi nada de gloria. El ritmo de cabecera del olvidadizo y contumaz Pinochet (“No me acuerdo, pero no es cierto. No es cierto y si fue cierto, no me acuerdo»[1]) es aquella que de manera persistente, neutra y solapada nos fue dada por vía acústica como alimento estético y ético por una dictadura ya madura y que, habiendo pasado la etapa primera, destructiva y aniquiladora, se dedicaba ya enteramente a construir el Chile de ensueño de militares uniformados y de civil.
Orden, decencia, contención y “sana alegría” eran transmitidas en cada emisión radial de los próceres de la “música orquestada” como crípticamente se llamó desde entonces a lo que hacían Ray Conniff, Paul Mauriat, Michel Legrand, Bebu Silvetti, Waldo de los Ríos, James Last, Franck Pourcel, Grunewaldt, Burt Bacharach, Bob Prais… todos ellos con “sus orquestas y coros” se escuchaban en el cotidiano dictatorial, exponiendo la orientación musical chilena a los dictados del régimen, que encontró en estos intérpretes el formato de orden para el aspecto del entretenimiento sonoro y moral de su construcción forzosa.
Se orquestaba el orden (y en orden) para poner a la chilenidad limitada por esa dictadura a escuchar esa música severamente armoniosa, de ritmo exacto, planeado, planificado, cuadrado, con un abusivo de la contención en la ejecución, para sostener interpretaciones emanadas de la autoridad del director. Las radios, una vez acalladas las partidistas y/o díscolas, se involucraron activamente en la reeducación total de la “chilenidad”. Desde la f.m. de “El Conquistador” hasta las masivas cadenas a.m, de Minería, Agricultura, Nacional, Santiago, etc., emprendieron la tarea de condicionarnos musicalmente según el modelo de orden propuesto por la “música orquestada”, orden totalmente coincidente con las ansias del régimen.
De hecho, a través de esas orquestaciones finalmente podía el auditor escuchar cualquier música, en tanto estuviese interpretada por estas orquestas. La interpretación de temas de moda, clásicos o “exóticos”, iluminaba la función primordial de esta música en manos de la cultura pinochetista: se trataba de un modo perspicaz de censurar y ordenar la producción musical. No se impedía la importación y escucha de la música “de moda”, pero a través de la radio imperaban las versiones “arregladas”, suavizadas y ordenadas, que las grandes orquestas de Conniff, Mauriat, Last y demás ofrecían.
Se trataba de que la ciudadanía dictatorial promovida por la dictadura militar en lo auditivo-musical se construyera en un orden estricto, básico y repetido: eterno comienzo apagado, suave, in crescendo, hasta llegar a un altiplano constante, sin altibajos, que cada cierto rato se interrumpía en un nuevo comienzo para recordarte la historia y adelantar un final siempre resuelto por un seco golpe de batería, que cumplía con el propósito de enseñarte también cuándo aplaudir, lejos de las dudas del jazz y todo lo experimental.
A través de las interpretaciones de estas orquestas “orquestadas” cualquier música se hacía digerible para el régimen y desde la música “disco” hasta ese folclore latinoamericano de aire “resentido” se convertían en respetables. Se preparaba con ello a la ciudanía militarizada chilena para ser la sociedad neoliberal de supermercado, mall y consumo ritmizado, con música “ambiental” incluso en calles y paseos, como en Ahumada, Huérfanos y Estado[2], en el reino del retail.
Era la música ideal para un régimen que se quería eterno institucionalmente (cosa que, simbólicamente, de un modo extraño, lo ha logrado). Música ideal para un gobierno que pretendía construir buenos chilenos, apolíticos, neutrales, propietarios y no proletarios, encerrados en sus casas y circunspectos en sus expresiones, predecibles rítmica y socialmente. Expresivo era el nombre de una de las orquestas solicitadas de la época: Il Guardiano del faro. Incluso Juan Azúa, director de orquesta tildado de progresista, intentó sumarse al estilo y levantó en 1975 una orquesta que le colocara vía Gershwin en el circuito musical, pero se confiaba más en la experticia del primer mundo y en su lejanía política antes que en un sospechoso director nacional, quien por lo demás eligió al demasiado judío Gershwin como su puntal.
El reconocimiento del régimen a estos dictadores (directores) de orquesta llegó por la vía del dinero y de instalarlos en lo que era el momento “espectacular” del único verano sudamericano falto de carnaval: el Festival de Viña del Mar, levantado por el pinochetismo como el inicio y cierre de la rutina noticiosa anual: febrero festival, marzo “lo mejor” y en junio vuelta a comenzar: quiénes se contratarán, quién vendrá, el show, el jurado, in crescendo hasta febrero.
La música orquestada se hizo dueña del “festival” controlando el jurado. Si no era Algueró, era Urribarri, o autores cercanos a este estilo como Morris Albert o Albert Hammond.
Pero serían los máximos exponentes del formato musical de la dictadura quienes recibirían los máximos elogios y esfuerzos del aparato mediático de la dictadura para destacarles: Ray Connif, quien estuvo en 1978 y 1981, este último año junto a Bebu Silvetti; Paul Mauriat estuvo en 1980; Bebu Silvetti también en 1979; Waldo de los Ríos en 1976. El régimen, ya derrotado electoralmente, traería a Michel Legrand en 1989.
En la construcción de una chilenidad musical, de declarada raíz criolla y tradicional, no sería de las tonadas anodinas de Los Quincheros, ni los aires trágicos y marciales de Willy Bascuñán de las cuales se nutriría el pinochetismo para dejar su impronta, educar y condicionar el oído musical de una chilenidad “buena”. Menos se nutriría de la tonelada de músicos “de fama” llegadas para rellenar los momentos: Mari Trini, Julio Iglesias, Manolo Galván, Roberto Carlos, Sergio y Estíbaliz, Manolo Otero, etc.
La Resistencia Pop
Ante el soso oficialismo musical el régimen entendió que debía dejar una apertura musical para ampliar sus bases de legitimación. Frente al descontento permanente de la persistente crisis económica que fue la dictadura de Pinochet ¡(Muevan las industrias! reclamaban Los Prisioneros) ésta no podía permitir un permanente descontento juvenil respecto al entretenimiento. Por ello, desde temprano, la competitiva pero controlada televisión chilena dio paso libre a toda música en inglés (o italiano, o francés) incluso en español que fuese bailable, coreable y sirviese al propósito de centrarse en otros asuntos que no fuesen los problemas económicos (y políticos). Se crearon para ese propósito programas de videoclips en la televisión (Magnetoscopio Musical, 1981; Más Música, 1984), los cuales inyectaban las orejas y ojos contra cualquier atisbo de música izquierdista folclórica o trovera, incluso pese a la televisada vuelta de Los Jaivas a Chile en los inicios de los años ’80.
La resistencia izquierdista o izquierdizada estaba constreñida a su propio conservadurismo neofolclórico trovero, pese a los esfuerzos rockeros de Sol y Lluvia y la ampliación juvenil y adolescente de la resistencia masiva encontró su expresión musical en bandas que hacían una respuesta local y en español a esa obligada influencia de la música en inglés, así en general ´porque llegaba a tropel, sin distinción fina de estilos. Los Prisioneros fue la primera banda que tiñó de pop la banda sonora de la resistencia chilena a la dictadura, con una certera capacidad letrística para retratar la realidad social especialmente la juvenil y estudiantil: Los 12 juegos, Muevan las Industrias, etc. Las universidades, especialmente las facultades de arte, se volvieron semillero y escenario de estas bandas (rock, techno, jazz y otras variantes del) pop. Por mencionar algunas: Aterrizaje Forzoso, Electrodomésticos, Aparato Raro, quienes traducían la autonomía que iba caracterizando la resistencia juvenil territorial y sectorial, especialmente en las grandes ciudades y en las grandes protestas de mediados de los ’80, que dejaban cada vez una huella de muertes, heridos y detenidos entre niños, niñas, adolescentes y jóvenes urbanas, que, así como luchaban, bailaban.
Pinochet, en el infierno de los dictadores, debe estar escuchando alguna edición de Ray Conniff en Vivo en Viña o alguna de las colecciones especiales de las Selecciones de Reader’s Digest. Quienes resisten seguirán bailando, porque como Emma Goldman sabía, todo baile es síntoma de resistencia y revolución.
Pelao Carvallo
Original del 2006, actualizado este 2023.
[1] Respuesta de Pinochet al juez Víctor Montiglio durante la indagatoria del caso Operación Colombo.
[2] Música ambiental instalada en dichos paseos peatonales de Santiago Centro en 2003. En Tesis de Magister de Musicología de Juan Carlos Poveda, “AHUMADA MUZAK: Aproximaciones al sistema de música ambiental instalado en los principales paseos peatonales de Santiago Centro entre los años 2003 y 2008”, Universidad de Chile, 2010.
Columna publicada originalmente el 1 de octubre de 2023 en el diario ABC de Paraguay.
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