Más de algún estudioso de la sociedad chilena ha coincido en que la idiosincrasia nacional se asemeja a la personalidad de una persona que padece desórdenes bipolares, es decir, que pasa por períodos de excitación, seguidos por otras fases de depresión.
Desde esta perspectiva, la política es reflejo del alma nacional, y esa es la razón de que los problemas más acuciantes siempre queden sin resolver; porque el período de atención de la opinión pública que se requiere para poder agotar todos los esfuerzos para hacer el debate respectivo, agotar la argumentación y poner en práctica las medidas, es claramente más extenso que el tiempo en que la ciudadanía tiene su ojo puesto en el problema.
Es por esta razón, fundamentalmente, que los casos de corrupción parecen quedar en el limbo, sin definición alguna, a pesar de que cualquiera que se moleste en averiguar podrá comprobar que en cada situación que se ha llevado a la justicia, los tribunales terminan resolviendo las responsabilidades. Es posible que los fallos no sean satisfactorios desde el punto de vista del interés público, pero existen, y ello comprueba que es falso que las situaciones de abusos queden pendientes indefinidamente en el tiempo.
Lo que ocurre es que, así como cada escándalo es reemplazado en la atención pública por algún asunto de la farándula, el deporte o del acontecer internacional, la información que recibe la ciudadanía se va diluyendo, hasta que el suceso que ocupó varias portadas de los diarios concluye con un fallo judicial que apenas ocupa un espacio mínimo en las páginas pares de los periódicos, casi cayéndose de las hojas impresas.
Si tuviéramos un sistema de medios de comunicación que cumplieran con mayor responsabilidad con sus deberes y contribuyeran realmente a formar la opinión ciudadana, serían los propios integrantes de la sociedad los que exigirían respuestas concretas a las denuncias que se conocen, sin importar el tiempo que transcurra, ni la aparición y desaparición de otros hechos noticiosos que puedan distraer la atención del público.
Es un trabajo también de las autoridades de gobierno y de los dirigentes partidarios y parlamentarios ayudar a las personas a desarrollar su sentido de responsabilidad, de manera que cuando se delega el control de los actos públicos a la ciudadanía, exista de verdad una masa de personas informadas, capaces de discernir y de exigir para que el contrapeso al poder político, que se supone existe en la sociedad civil, pueda funcionar con efectividad.
Andrés Rojo Torrealba
Periodista