La reforma al poder judicial

En este siglo, los ataques a gobiernos progresistas han sido realizados con apoyo, incluso iniciativa, de actores vinculados al poder judicial...

La reforma al poder judicial

Autor: Sergio Tapia

En 1937, Franklin Delano Roosevelt, sin duda alguna, el presidente más popular de Estados Unidos en el Siglo XX y quien murió en el cargo, tras su cuarta reelección (1933-1945), envió al Congreso de Estados Unidos una propuesta que tenía ya tiempo considerando: reformaba a través de ella, el Poder Judicial federal de su país, y cambiaba la estructura de la Suprema de Corte. La razón de ello no era, como puede saber cualquier persona que lea algo sobre ese momento histórico, un intento de mejorar la efectividad de la corte o bien, de disminuir la presión sobre el sistema, sino algo mucho más sencillo. Desde el inicio, la Corte se había opuesto de manera sistemática a cada propuesta presidencial para mejorar las condiciones económicas del país y sacarlo adelante después de la Gran Recesión de 1929.

A pesar de este freno judicial, realizado en la mayoría de los casos bajo la idea de defender “los derechos empresariales” y el “libre mercado”, Roosevelt había conseguido en cinco años revertir parcialmente los terribles efectos de una crisis que destruyó el sistema económico mundial. Claro, faltaba mucho, pero las grandes hambrunas del país y los campamentos nómadas de trabajadores en condiciones infrahumanas no eran más la realidad de una nación que había sido destrozada.

Una de las más discutidas propuestas de este presidente, consistió en la incorporación de un salario mínimo, acción que estaba proyectada para ser declarada inconstitucional por el máximo tribunal de los Estados Unidos, al considerarla contraria a la libertad humana y desfavorable para la industria. En el último minuto, el Juez Owen Roberts cambió el sentido de su voto, permitiendo la existencia en EEUU de un salario mínimo, y deteniendo la reforma judicial que consideraba el aumento de jueces en la Corte y un proceso de selección diferenciado.

Este momento no es, como puede esperarse, algo excepcional en la historia del poder judicial. Durante el periodo comprendido entre finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, muchos cambios se hicieron en Francia: se derrocó a un rey y se eliminó a una nobleza alejada de los problemas reales de su sociedad; se impulsó la creación de un código nacional por primera vez en la historia (el Código Napoleónico de 1805), y se transformó radicalmente la relación entre mercado-persona-estado. A pesar de ello, ninguna de estas transformaciones se realizó bajo las estructuras jurídicas o con el apoyo del poder judicial de la época, sino en cada caso, encontraron a su más encarnizada oposición entre aquellos que tenían la facultad jurisdiccional. La transformación no es un acto judicial, en ningún caso, sino cuando ya se ha realizado en todo el resto del cuerpo político de una nación.

Esto no tiene nada de raro. Todas las investigaciones, tanto empíricas como teórico-filosóficas, coinciden en mostrar que la formación jurídica construye una idea fija sobre lo que los asuntos estatales “deben ser” y que la función principal del poder judicial es la de mantener al estado tal y como funciona en la actualidad, antes que realizar cualquier tipo de mejora. Grandes pensadores en la historia, han considerado al derecho como un obstáculo al cambio social, lo mismo que una preparación para la jerarquía. Incluso cuando intentan mostrarse como “agentes de la transformación” -como por ejemplo, cuando hablan de los derechos humanos- tienen necesariamente que recorrer su lenguaje a elementos pre-existentes “salvaguardar”, “proteger”, “cuidar”, “defender” implica necesariamente que el objeto de esos verbos ya exista, y si no, entonces no podrá ser hecho nada.

El Poder Judicial de la Federación tiene, lo sabemos perfectamente bien, todos los abogados, profundos y terribles fallos. Sus vicios -de los que se quejan todas y todos aquellos que son colocados años como contratados temporales para después ver al sobrino de alguien ocupar su lugar- son ampliamente conocidos. Pero de alguna manera, muchos de los que son víctimas cotidianas de este sistema, insisten en defenderlo bajo una idea que se balancea entre el elitismo del “somos mejores que los demás” y la promesa de un mejor futuro para ellos en el mañana.

Andrés Manuel López Obrador está ahora mismo, mostrando la agudeza de su olfato político. En el presente siglo, los ataques a los gobiernos progresistas más efectivos, han sido realizados con la participación, el apoyo, e incluso en algunas ocasiones, la iniciativa, de actores vinculados al poder judicial. Esto es a tal grado preocupante, que incluso la academia -que, debemos saberlo, siempre llega tarde a analizar la realidad- ha ya articulado un concepto: lawfare o “guerra jurisdiccional” para referirse a este fenómeno. Brasil, Paraguay, Honduras, Bolivia, Argentina, Chile… cada proceso ha encontrado progresista en las Cortes, el espacio de supervivencia de los poderes conservadores que después golpearán con fuerza a quien quiera cambiar las cosas. 

Debido a ello, quienes asumimos que necesitamos un cambio en el país, debemos ver con agrado la reforma del Poder Judicial. Quienes han sido cambiados de estado a estado para cubrir interinatos, quienes han sido prohibidos por sus superiores jerárquicos a tomar exámenes para subir de categoría, quienes se han visto impedidos a atender a su familia, quienes han sido expoliados por reglas interpretadas de forma injusta, quienes han visto el uso arbitrario de los tribunales y quienes han encontrado interpretaciones contradictorias, debemos, todos, ver con gusto la reforma.

Yo, en lo personal, no estoy de acuerdo con varias cosas de ella. Pero eso no me quita un ápice la alegría de su existencia. Hablar de lo que nadie quiere hablar: presentar las ideas que están, desde mi perspectiva mal y luchar para ser escuchado. Eso, y no lo otro, el berrinche y el ostracismo, son lo que construyen la democracia.

Merecemos mejores juzgados. Porque merecemos mejor democracia y ésta no es posible, si no democratizamos también, a los espacios de decisión jurisdiccional.

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