1. La comunidad internacional es una comunidad de iguales. Pero esa igualdad es la igualdad del mercado mundial: tienes el mismo derecho que cualquier otro a vender tus mercancías, pero nada garantiza que lo logres, o que no serás boicoteado por otro en el camino, o que otros no se coordinarán para ganarte, o que no terminarás apenas quedándote con lo más desnudo de tu propia vida, en este caso, tus mal llamados recursos naturales o la baratura de tu fuerza de trabajo. La comunidad internacional, ese concierto de países que a veces se sientan a la mesa y otras juegan a versiones sanguinarias de la sillita musical, es una comunidad mercantil, sujeta por ello a las presiones por ganar más que otros y por derrotar a otros en el camino. Esas presiones, a veces, hacen inevitable la guerra.
2. La palabra guerra siempre llega tarde. Eso que llamamos guerra y que a veces otros llaman acción militar, intervención humanitaria o defensa de la democracia. Lo que hoy llaman guerra y que incluso se atreven a insinuar que le acompañaría el temible adjetivo “mundial”, ese estilo de vida de los Estados que es agonía cotidiana de los pueblos, está en Ucrania hace años, en el asedio geopolítico de la OTAN y de Rusia, en el recrudecimiento de la violencia etnonacionalista y misógina, pero ahora le llamamos guerra porque un ejército nacional cruza fronteras luego de la declaración televisada de Vladimir Putin. Le llamamos conflicto cuando alegan los subalternos, le llamamos guerra cuando reclaman las potencias imperiales.
3. Esta nueva guerra no puede solo explicarse en términos geopolíticos. O más precisamente, la geopolítica no es un fin en sí mismo, sino la forma de asegurar cuotas de mercado y estabilidad de las inversiones. La comunidad mercantil del mundo recurre a los usos y costumbres nacionales para estabilizar el caos del intercambio capitalista, y allí los estados juegan su rol principal. De allí que los alineamientos en bloques sean formas de sobrevivir para los países, y sobre todo para los países como Chile, insertos débilmente en el mercado global, expuestos a los vaivenes del dólar y la demanda de la potencia de turno. Por eso es que la respuesta del presidente electo Gabriel Boric al conflicto en Ucrania no puede leerse con ingenuidad.
4. Gabriel Boric ha optado por la lectura unilateral del conflicto que ha instalado el bloque liderado por Estados Unidos. Condenar es un verbo débil, y el presidente electo se ha hecho famoso por usarlo con demasiada libertad. Condenar la agresión rusa en Ucrania en nombre de la paz, sin mencionar el rol de la OTAN en la expansión de su frontera oriental, es, en el mejor de los casos, una ingenuidad. En el peor, es afirmar sutilmente un marco de relaciones internacionales con capital en Washington.
5. El presidente electo tiene la oportunidad dorada de gobernar con honestidad ante los pueblos de Chile: llega en medio de un proceso de cambio con rasgos constituyentes, con una elección histórica que concentró las esperanzas de amplias mayorías (incluso de aquellos sectores que salimos a la calle a trabajar por un triunfo contra Kast en la segunda vuelta) y con el viento a favor de una sensación general de renovación. Pero Boric siempre ha confundido la honestidad con la neutralidad, y ha olvidado que, en una sociedad atravesada por conflictos de clase y (geo)políticos, la verdad no es una cosa que se afirma, se descubre o se condena, sino que es la actividad misma de tomar partido por alguno de los bandos en disputa. ¿Tomará partido por la verdad, por la honestidad, por los pueblos, la democracia y el cambio, o mantendrá una posición neutral, que traerá el pan de hoy (la aprobación paternalista de la elite local y mundial) pero el hambre de mañana (el statu quo geopolítico y la decepción de los pueblos que saben que en las guerras siempre pierden)?
6. Otro nivel de hipocresía es el de países como Israel, que condena las agresiones militares en el extranjero mientras somete al pueblo palestino a un régimen de apartheid por décadas. Israel es la máxima expresión de lo que está dispuesto a hacer el autodenominado Occidente para establecer trincheras de expansión militar y económica.
7. Ucrania, al igual que Chile, al igual que la mayoría de los países del mundo, es un territorio habitado por múltiples pueblos. Como en todo el mundo, las fronteras llegaron después que los pueblos, y nos juntaron en comunidades políticas construidas por la fuerza de las armas, las presiones mercantiles y el sometimiento patriarcal. La primera advertencia de este conflicto para la plurinacionalidad de Chile es que no hay ningún camino posible a la paz sin protagonismo directo y real de las comunidades involucradas. Es imposible creerle a Putin su presunta solidaridad con las regiones pro-rusas de Ucrania, y es imposible creerle a Europa su presunta solidaridad con el pueblo ucraniano frente a la agresión rusa. ¿Cómo podríamos creerle al Estado de Chile su buena voluntad con el pueblo Mapuche si mantiene militarizado el Wallmapu y negocia apuntando a quemarropa con las armas de la guerra y de la subordinación forzada a la economía forestal y agroindustrial?
8. Este conflicto tendrá un impacto fuerte en la economía mundial, y profundizará las presiones inflacionarias con el aumento de los precios del gas y el petróleo. Esta situación es un nuevo llamado de atención al próximo gobierno y a las alternativas de izquierda: la solución a nuestros problemas no está solamente dentro de nuestras fronteras. A contrapelo de una célebre consigna de la revuelta, el neoliberalismo no es un fenómeno chileno, ni de ningún país. Para superar los límites de nuestra economía primario-exportadora no solo se necesita regular al sector financiero, garantizar derechos sociales o democratizar el Estado. Se necesita una solidaridad latinoamericana que nos permita superar en conjunto la posición subordinada que tiene nuestra región en la economía mundial. Creer que es posible una solución nacional a un problema global es el mejor camino a la decepción en este proceso de cambio.
9. Estados Unidos está jugando con fuego, como siempre. Sus sanciones selectivas evidencian que su intención más profunda es fortalecer su hegemonía en Europa del Este. Para Rusia, lo que está en juego no es tan distinto. Bajo la excusa de los conflictos nacionales, ha emprendido una aventura de expansión que podría salirle caro a toda la región, y profundizar la crisis del momento pandémico. Pero tanto las potencias atlánticas como las orientales saben dar puntadas siempre con el hilo más conveniente, y por lo mismo sacarán cuentas alegres en silencio: el aumento del precio del petróleo, el fortalecimiento de los presupuestos en defensa, los éxitos de ventas en armamento y la puesta a prueba de nuevas tecnologías de guerra y control de poblaciones, todos son beneficios que valen la pena. Pero siempre que alguien gana, hay alguien que pierde. ¿Quiénes pierden con este conflicto? En primer lugar, las poblaciones locales en Rusia y Ucrania, expuestas a la violencia material y simbólica del militarismo. Los grupos migrantes en Ucrania, que en sus intentos por salir del país ya están viendo un recrudecimiento de la xenofobia que volverá a ponerlos en último plano. Igualmente, la llamada “crisis humanitaria”, que no es sino la migración forzada por la crisis del capitalismo, seguirá poniendo presión sobre los países aledaños y particularmente en Europa, alimentando las llamas reaccionarias de las fuerzas de ultraderecha en países que aprovechan esa migración para mantener bajos los salarios y dejar que los trabajadores se saquen los ojos entre sí. Finalmente, este conflicto tendrá repercusiones mundiales, porque le dará nuevos bríos a los nacionalismos militaristas que ven el sometimiento armado de las poblaciones como la única solución a la crisis. Ya sea la fantasía pinochetista de la mano dura contra la delincuencia en Chile o la nostalgia estalinista de un líder firme capaz de unificar al “bloque” anti-OTAN, la agresión rusa abre una lata de gusanos que solo traerá veneno para los pueblos.
10. Toda guerra siembra fascismo, apunta Raúl Sánchez en una columna reciente. Es tiempo de internacionalismo y antifascismo militante, agrega Pablo Iglesias. Sumaría una última observación para complementar esta mirada desde abajo y la izquierda. Los llamados a una salida pacífica y democrática con protagonismo popular, no comandada desde los palacios en Moscú, Bruselas o Washington, debieran ser el punto de partida para las fuerzas democráticas en Chile y América Latina. Eso implica despejar la confusión a la que nos llevan los unilateralismos estadounidense y ruso, y no dejarnos chantajear por las actuaciones de Zelensky en redes sociales, las falsas escandalizaciones de Estados Unidos o la Unión Europea, los presuntos antifascismos del derechista Putin o la ingenua neutralidad de Gabriel Boric. Debemos tomar posición, no cabe duda. ¿Por los proyectos imperiales? Nunca. ¿Por los pueblos? Siempre.
Por Pablo Abufom
Militante del movimiento Solidaridad y editor de Posiciones, revista de debate estratégico