La abrumadora votación que recibió Jair Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones brasileñas, que lo colocan en las puertas de la presidencia, son una buena oportunidad para que las personas de izquierda reflexionemos sobre la necesidad de transitar nuevos caminos. No alcanza, por tanto, limitarse a denunciar lo que ya sabemos: el carácter militarista, autoritario y ultraderechista del candidato. Hay que explicar porqué medio país lo vota y qué implicaciones tiene para el proyecto emancipatorio.
Brasil vive una profunda fractura de clase, de género y de color de piel que se expresa de forma nítida en los partidos de la derecha, que han delineado sus objetivos de forma clara y transparente: quieren instalar una dictadura pero manteniendo el sistema electoral. La izquierda cree en una democracia inexistente, asentada en una imposible conciliación de clases. Si Bolsonaro es fascista, como dicen el PT y sus intelectuales, debemos recordar que nunca fue posible derrotar al fascismo votando. Hace falta otra estrategia.
La otra es la fractura geográfica: un país dividido entre un sur rico y blanco y un norte pobre y negro/mestizo. Lo curioso es que tanto el PT como los principales movimientos sociales nacieron en el sur, donde tuvieron algunos gobiernos estatales y municipales. Esa región es ahora el epicentro del hondo viraje hacia la derecha, con claro contenido racista y machista.
Debemos explicarnos las razones por las cuales las élites y las clases medias acomodadas han producido este fenomenal viraje, desertando de su partido preferido, la socialdemocracia de Fernando Henrique Cardoso, hacia Bolsonaro. Han abandonado la democracia y apenas conservan las elecciones como máscara de la dominación.
La razón principal la explica el filósofo Vladimir Safatle. «Brasil llega a 2018 con dos de sus mayores empresas siendo públicas, así como dos de sus mayores bancos. Además, con un sistema de salud que cubre a 207 millones de personas, gratuito y universal, algo que no tiene ningún país con más de 100 millones de habitantes» (goo.gl/KRX6EE). Agrega que las universidades no son sólo para las minorías ricas y concluye que «Brasil llega a los días actuales en una situación muy atípica desde el punto de vista del neoliberalismo».
El autoritarismo es el modo de imponer la agenda que necesitan el sistema financiero, el agronegocio y las mineras para seguir acumulando riqueza en un periodo de crisis sistémica. No lo pueden hacer sin reprimir a los sectores populares y criminalizar sus movimientos. Por eso Bolsonaro convoca a militares y policías y se permite amenazar al activismo social, con modos muy similares a los de la ministra de Seguridad argentina Patricia Bullrich, quien acusa a los movimientos sociales de mantener relaciones «muy estrechas» con el narcotráfico, cuando todos sabemos que es la policía la que los ampara (goo.gl/eLWyNZ).
El racismo, las violencia anti-LGBT y el odio a la izquierda de las clases medias brasileñas, muestran la cara oculta del país con mayor desigualdad del mundo. No quieren perder sus privilegios de color, de género, de posición geográfica y de clase. Poco les importa que sean asesinadas más de 60 mil personas cada año, en su inmensa mayoría jóvenes, negros, pobres, porque saben que es el precio para mantener sus privilegios.
Ante este panorama las izquierdas no deben seguir aferradas a una estrategia que fue esbozada para otros tiempos, cuando el diálogo de clases era aún posible. En el anterior medio siglo hemos pasado de la estrategia de la lucha armada a la estrategia puramente electoral. Ambas tienen en común el objetivo de la toma del poder y enfocan todas sus baterías en esa dirección.
Este péndulo es nefasto porque coloca a los sectores populares sólo como apoyo logístico o como votantes, siempre al servicio de vanguardias o caudillos, pero nunca como protagonistas de sus vidas políticas. Ante nosotros algunos pueblos originarios, comunidades negras y un puñado de movimientos están transitando otros caminos, por fuera de las instituciones pero sin confrontarlas abiertamente.
Están abriendo espacios en los territorios de los pueblos que juegan un doble papel: resistir creando vida. En los recientes años hemos reporteado, como otros compas, quizá miles de resistencias creativas en todos los países de la región. Son caminos que lo recorren por sí mismas, sin que ninguna vanguardia o partido les indique los pasos a seguir.
Si en algún momento decidieran tener presencia electoral, lo harán desde esos «poderes en movimiento» pero sin desarmarlos. Lo que no tiene el menor sentido, es que mientras la burguesía está desmontando una democracia que le sirvió durante el periodo de los estados del bienestar, nos limitemos a actuar sólo en ese terreno, colocando todas las construcciones previas en peligro.
La estrategia puramente electoral nos deja a merced de los de arriba, menos al puñado de cargos que saltan del partido al Estado, en un viaje sin retorno.
Por Raúl Zibechi
Publicado originalmente el 12 de octubre de 2018 en La Jornada.